Gimferrer es un mundo de territorio y marco, de fronteras nubladas bajo un sol maternal. Siempre hay algo fecundo, naciente en Gimferrer, una especie de génesis de la propia existencia y de la ajena con la palabra alzada como una religión. La concesión del Premio Federico García Lorca a la totalidad de su obra es la constatación de un linaje de familia invisible, con su piel de misterio, que comenzó hace mucho, desde Arde el mar, con esta cita de Poeta en Nueva York: «Las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros». Luego, Gimferrer ha escrito mucho sobre Lorca: se lo sabe de memoria, en poesía y en teatro, y podía recitarlo ahora mismo. Pero el recuerdo no es solo lectura asimilada a lo largo de la biografía, sino simiente, en todo lo que puede tener un verso de relámpago, pura sonoridad en su extensión de azul plasticidad, con su golpe metálico de percusiones limpias. A lo largo de su escritura --no solo en castellano y catalán: también en italiano, con algunos poemas en francés-- el lenguaje es no tanto el protagonista como la puerta entornada hacia otras latitudes de la realidad. No se trata solo de que los poemas tengan o no un asunto reconocible --en Gimferrer lo hay, pero no es importante--, y ni siquiera de la autonomía de cada verso con su capacidad para abrir grietas luminosas o de sombrío fervor en cada imagen, ni de las citas interpuestas de poesía, novela, pintura, cine, música, historia o política, como un código cifrado para los iniciados, o también de las sensaciones rutilantes de atmósfera y de espacio lector, sino especialmente de los umbrales que nos ofrece, a través de una imantación verbal.

Hay dos cuestiones --dos tópicos, más bien, habituales en los lectores más perezosos o anquilosados en su juventud, aunque no sorprendentes en la ramplonería política del momento-- que se asocian con Gimferrer. El primero es afirmar, con esa seguridad de quien no tiene otra razón que su desconocimiento, que el único Gimferrer bueno es el de sus comienzos. Esto en España no sucede solo con Gimferrer: nos agarramos al destello de nuestra adolescencia --y de la ajena-- para asimilar nuestra propia decadencia a los truenos del mundo --porque trueno es, y sigue siendo, la poesía de Gimferrer-- y nos conforta la creencia de que fue rutilante, que brilló como un astro para ser una categoría generacional, sí, pero para después ir languideciendo. Enlazo esto con el otro asunto machacón: la recurrente asociación política a la poesía de Gimferrer, y más ahora, por haber escrito --insisto: no solamente- en catalán y castellano. Pues bien, tampoco su poesía en castellano comienza en Arde el mar: antes están Mensaje del tetrarca, e incluso el adolescente Malienus, que son muy buenos y prefiguran ya un mundo con su propia estirpe de monarcas, auge, condenación y olvido convertido en belleza. Pero es que después de esa pretendida edad de oro, encarnada por Arde el mar y La muerte en Beverly Hills, viene una poesía en catalán --que hay que leer así, en catalán--,

formada inicialmente por Els miralls, Hora foscant, Fos sec y, especialmente, L’espai desert, nuestra tierra baldía con música y coraje, tensión y acabamiento, que por sí mismas justificarían una vida, toda una obra y el premio que acaba de concedérsele.

Siento fastidiar el hallazgo subliminar a los analistas políticos miopes, pero no hay oportunidad política en este Premio Federico García Lorca a Pere Gimferrer. Su última etapa en castellano --Amor en vilo, Tornado, Rapsodia, Alma Venus y sobre todo el gran No en mis días, editado por Vandalia, como su italiano Per riguardo--, si algo nos demuestra es que la oportunidad de premiar a Gimferrer no está sujeta al tiempo. Hay en él una plenitud del idioma y sus idiomas amigos que se sale del análisis común de un poeta. Hay en él un mundo o varios mundos --y eso que no hemos hablado de su prosa-- que se resiste a las etiquetas, a la inmediatez de la noticia y al vaivén de nombres y de rostros políticos, con lemas y mentiras que se quedan atrás mientras la poesía vive.

En Córdoba tenemos otro Premio Federico García Lorca, muy del gusto del propio Gimferrer: Pablo García Baena. En poesía no debería haber discursos únicos, porque todas las visiones pueden y deben convivir. En Gimferrer y en García Baena --no en vano, los dos tienen majestuosos poemas venecianos-- estamos en la fastuosidad de una palabra que nos saca de la realidad, y nos devuelve a ella, con una lucidez de lectores humildes de pronto revelados como dioses despiertos.

* Escritor