Atravesó las puertas del hospital, el olor a desinfectante invadió sus fosas nasales, un olor al que nunca se acostumbraría. Subió a la segunda planta y cuando vio el cartel de oncología no pudo evitar estremecerse. Los últimos cuatro años había peleado con todas sus fuerzas. Era fuerte, pero el bicho, como ella lo llamaba, se había empeñado en echarle un pulso. Su estado de ánimo subía y bajaba como en una montaña rusa, había días en los que estaba segura de que ganaría la batalla y otros en los que apenas si podía levantarse de la cama. Entró en la consulta de María, su oncóloga y se sentó frente a ella. Durante unos segundos permanecieron en silencio, mirándose a los ojos.

-- ¿Qué tal te encuentras, Elena?

-- Dímelo María, por favor--. Fue una súplica casi inaudible, pero María supo perfectamente lo que Elena deseaba, lo había visto muchas veces a lo largo de su carrera profesional.

--Elena, has vencido al bicho.

Las lágrimas invadieron el rostro de Elena, lloró un largo rato mientras María cogía su mano con cariño.

Cuando salió a la calle inspiró con fuerza y observó a su alrededor, todo parecía más bonito, caminaba despacio, disfrutando de aquel paseo que había hecho tantas veces cuando le sonó el móvil.

-- Mamá...

-- Le he ganado, Marina, he ganado al bicho.

El silencio se hizo al otro lado de la línea. Elena siguió caminando, a veces no hay que decir nada para decírselo todo, es algo que el puto cáncer le había enseñado, el valor de algunos silencios; escuchaba a Marina respirar al otro lado del teléfono, se mantuvieron así hasta que llegó a casa, abrió la puerta y encontró a su hija tras la puerta, las dos se miraron con los teléfonos pegados al oído.

-- Tenía miedo mamá, tenía miedo de colgar y que ya no siguieras ahí, tengo miedo desde hace cuatro años mamá, tengo mucho miedo...

Marina no pudo seguir, se abrazó a su madre temblando y se rompió.

Solo entonces dejó que Elena cortase su llamada.