No se lo tomen como una irreverencia, pero en el año 5 a.c. (antes de la crisis), hice con mi mujer y mis hijos un viaje por tierras cántabras. Ellos estaban a punto de decirle adiós a los pañales, por lo que son muy vagos sus recuerdos sobre los elefantes y las jirafas de Cabárceno --si acaso afloran en su memoria los engatusados ojos del avestruz presto a apropiarse del lazo de colorines--. Sin embargo, los progenitores no olvidamos lo que nos encontramos al final del Desfiladero de La Hermida. No me refiero a las bonanzas de la biodramina tras superar aquellas quebradas de la Tierra Media; ni al imperecedero regusto del cocido lebaniego; más bien al Monumento al Médico rural, montado en la grupa de un voluntarioso equino, que recela de sus pasos temeroso de las celadas del hielo y el precipicio; el jinete se cubre con una capota y con una mano intenta proteger su gorra de las insolencias de la ventisca; nada mejor para delatar su profesión que el versátil maletín acurrucado en la montura, ese abombado cuero del que un Merlín cultivado en lecciones de anatomía extrae el fonendo y todos los milagros que impone la virtud de la necesidad y la premura del aislamiento. Y está bien acordarse de Potes, no solo por las vivencias veraniegas, sino por aquellos inviernos en los que la osadía de recibir un telegrama era mayor proeza de tecnicismo que navegar con fibra óptica.

La catarsis, la depuradora catarsis; las friegas del balance y la introspección. Estamos en temporada alta de constipados, y ante tanta saturación de las consultas conviene recordar esa zona cero de la sanidad española. Darle un carácter universal sería pretencioso porque ya hace muchas centurias que a este otrora Imperio se le puso el sol. Pero ya quisieran los ciudadanos de ensoberbecidas naciones disponer de una atención sanitaria vertebrada para llegar a todos los confines de este misceláneo país. El problema no está en la profesionalidad de la base: de hecho muchos profesionales sanitarios han sido recibidos con los brazos abiertos en otros estados, al menos antes de este ramalazo de proteccionismo chauvinista que todo los emponzoña. El problema, decimos, se asienta en un mal endémico de los pueblos de España: la amortización de lo que funciona, envuelto en el celofán de la ingratitud y el acomodo. Se juega con la falacia de que lo que va bien, seguirá yendo bien, apropiándose de las tragaderas de lo telúrico. Y si las urgencias hospitalarias se colapsan, deriven a la atención primaria, para que la mística de los cinco minutos por paciente se reduzca a tres, salvados los escollos con ese otro principio patrio que es el voluntarismo. Cuidadito con los bellos durmientes. Tanto empacho de barretinas, y las fisuras de los soberanistas catalanes pueden emerger en el colapso sanitario. Y aquí, la Princesa de los Amagos empieza a encontrarse un caldo de exigencias sanitarias en forma de protestas que aún no han llegado a nuestra ciudad. Lo que funciona puede ir decididamente a la perdición si no se aborda con resolución su mejora continua, en lugar de embeberse con otros caramelos electorales. Puestos a desvíos y recortes, los médicos deberán retomar las lecciones de equitación.

* Abogado