Pere Gimferrer es sumo sacerdote del asombro verbal. Su religión poética es la imagen, detenida y viviente, lúcida y profunda, como una imantación sobre la realidad. Lo ha sido siempre: desde el inicial Malienus, antes de Mensaje del Tetrarca y del fundacional -y fundamental- Arde el mar, hasta el más reciente Las llamas. Poesía de la imagen, poesía que es la imagen en la fascinación de sus contornos. Hay belleza y realidad, pero es belleza exenta y nueva realidad: todas las referencias que hay en sus poemas no dependen de su campo de significación inmediata, no requieren vivir en un contexto para encontrar su eco: digamos que tanto el cine, como la literatura, como la música, como las ciudades y el arte, como la misma poesía, ajena y propia, cuando entran en un poema de Pere Gimferrer constituyen, en ese magma vivo que es a su vez flujo y cimiento, una germinación. Así, en el debate eterno sobre la relación de la poesía con la realidad, como fotografía nítida o distancia, en la poesía de Pere Gimferrer, tan preñada de realidad, de política y de vida como de publicidad, de cualquier mapa de citas que ir desvelando, hay varios niveles de lectura. Para empezar, está el poema en sí, con su caja de resonancia musical que sólo pide levantar su tapa para poder tocar su melodía verbal.

Esa caja guarda en su interior un doble fondo de referencias cultas, pero no es necesario disponerse a leerlo con la bibliografía o internet al lado: en un libro tan fabuloso como No en mis días no es preciso desentrañar la multitud referencial de sus poemas, si era o no Glenn Ford el Julio Desnoyers de Los cuatro jinetes del apocalipsis con la bomba en el vientre; no es necesario porque el poema late y vive en su mera expresión, por su sonoridad, por el aliento íntimo que nace en la primera lectura, en una superficie que es plenitud verbal. Así, frente al temor habitual ante una poesía más elevada, que no se mueve en un campo referencial de canción pop sin una sola metáfora, sino en algo que exige del lenguaje su mayor expresión, podríamos razonar que no es preciso entender literalmente el poema, o incluso que lo último que debemos hacer con un poema es tratar de entenderlo. Un poema se vive. Un poema atraviesa la sombra del pensamiento desde su trazo eléctrico, nos ilumina en un nuevo lenguaje. Esto nos ocurre con la gran poesía y ocurre, por tanto, con esta sucesión: Góngora, García Lorca, García Baena y Gimferrer.

Estos cuatro fantásticos están unidos por una lealtad no sólo al lenguaje, sino a la imagen proyectada con su lente de aumento sobre la realidad. Ahora que Pere Gimferrer acaba de ganar el Premio Federico García Lorca, recuerdo cuando Pablo García Baena lo ganó también, hace seis años. Entonces acababa de protagonizar una conversación en Córdoba, precisamente con Pere Gimferrer, junto a Guillermo Carnero, en Cosmopoética, sobre la influencia de Cántico -de Pablo especialmente- en los novísimos. Hay círculos concéntricos que hablan más allá del ahora, que se abisman y tocan chasquidos invisibles. Hay pasadizos fúlgidos que unen los poemas de Luis de Góngora, de García Lorca, de García Baena, de Gimferrer. Quizá porque las cuatro son poéticas con una cualidad habitable, con la amplitud de campo desplegada en una latitud de galerías -ahí está Góngora- que pueden recorrerse y habitarse. Pienso en Gimferrer: desde los palacios hundidos en aguas cenagosas en Malienus, pasando por su Oda a Venecia ante el mar de los teatros y llegando hasta la California Sunset Boulevard de Billy Wilder en La muerte en Beverly Hills. Son poemas con una hondura propia, de espacio dilatado y amplios corredores, con ventanas a ambos lados que son, al fondo, cuadros con pinturas que se abren a muchas otras nuevas realidades. Y todas nos hablan. Ahora, cuando el Premio García Lorca une en los laureles lo que ya estaba unido en la palabra poética de vuelo, es interesante disfrutar de esta conexión entre los cuatro, si contamos el magma primigenio de Góngora.

Recuerdo aquel abrazo que se dieron en «Viana, Patios de Poesía», Pablo García Baena y Gimferrer, después de un recital de este último. Fue en junio de 2009 y era la segunda vez que se veían, después de toda una vida -de dos vidas- entregadas, entre otras cosas, a la expresión poética. Se abrazaron porque, aunque sólo se habían visto una vez, se conocían y se reconocían. Después cenamos en la taberna de Las Beatillas, donde según la tradición una vez estuvo García Lorca. Es la poesía, su círculo infinito de la luz.

* Escritor