Cuán triste es contemplar la virulencia del fuego arrasando el bosque, en su aciaga labor de transmutar el verde vitalista en agónico negro ceniciento. Pero cuando a la ya de por sí inapelable fuerza destructiva de la naturaleza se suma la acción deliberada y criminal del hombre, la conmoción es mucho más traumática y el desastre provocado tanto más desolador, en especial si las pérdidas incluyen vidas humanas. No es nada fácil adentrarse en la mente de un pirómano, a la postre un rasgo de personalidad muy identificado con la psicopatía; sin embargo, las debacles de Galicia y Portugal concuerdan mejor con la acción de incendiarios que con la de pirómanos, pues su origen simultáneo, merced a focos diversos y masivos, parece más bien obra de tramas organizadas con fines velados, muy probablemente de carácter lucrativo. En este sentido es de esperar que, fruto de la investigación pertinente, sea posible establecer medidas que eviten en el futuro la repetición de sucesos tan funestos y tan particularmente ligados a la crónica gallega. En franco contraste con la hermética y abominable crueldad de los incendiarios, ha emergido el brote esperanzador de la solidaridad humana, la total entrega de cuantas personas han intervenido en la extinción y la eficacia y buen uso de los medios empleados. Solo así han podido paliarse en cierta medida las nefastas secuelas de un cataclismo que, siendo extremadamente desventuradas, podían haber sobrepasado límites inconcebibles; baste para ello la comparación con la dimensión que la tragedia ha alcanzado en las vecinas tierras portuguesas. En Vigo, en Galicia, en Asturias... no todo ha sido fuego y humo negro devastador; gracias a ello, la vida renacerá una vez más de sus cenizas, ojalá que para siempre.

*Escritora