En 2019 hará ochenta años que terminó nuestra pasada Guerra Civil, uno de los episodios más sangrientos, terribles y estremecedores que ha protagonizado la historia de España, tan sembrada, por desgracia, de cadáveres, víctimas habituales, desde el principio de los tiempos, de la ambición y las ansias de poder, de la arbitrariedad, las ideologías exacerbadas, los extremismos, las demagogias, la torpeza política, los odios ancestrales, los populismos, la locura colectiva, los miedos, la estupidez, incluso el olvido. Siempre me he preguntado cómo es posible que un país se vea arrastrado a un enfrentamiento de estas características, aun a sabiendas de que cualquier guerra, una vez desatada, termina por transmutar en tsunami capaz de llevarse por delante todo lo que encuentre, incluida la vida de millones de personas, o las esperanzas de futuro de otras tantas. No alcanzo a comprender la violencia en ninguna de sus formas. Por el contrario, defiendo la palabra, el acuerdo, la conciliación, el respeto y el diálogo como únicas medidas de entendimiento posibles en una sociedad civilizada. Pura utopía, lo sé. El ser humano es el mayor predador de la naturaleza, y posiblemente el único que mata por placer. Atroz, incluso para hablar de ello. Por eso, aun asumiendo las reivindicaciones y el dolor de tantas familias cuyas cicatrices puedan no haberse cerrado, me cuesta aceptar el afán recurrente por volver la vista atrás una y otra vez, no ya con idea de aprender de los errores e intentar evitarlos, sino de no dejar que el fuego se apague y alimentar imprudentemente los rencores, la inquina, la sinrazón y el enfrentamiento. Ocurre cada día, desde todos los ángulos. Y yo me pregunto: ya puestos, ¿por qué no reclamamos a los franceses los desmanes cometidos por Napoleón y sus huestes; o volvemos los ojos a las guerras carlistas? Creo de verdad que es llegada la hora de enterrar definitivamente el odio y las ansias de revancha; de enseñar a nuestros hijos que la guerra, en cualquiera de sus formas y modalidades, constituye el mayor atentado que puede existir contra la vida y la cordura; de proclamar a los cuatro vientos que es mejor caminar unidos, y hacerlo desde el perdón, el diálogo, la tolerancia y la flexibilidad de carácter. Ese, y no otro, debería ser el objetivo prioritario de las Leyes de Memoria Histórica, evitando de paso lecturas sesgadas, extremismos o manipulaciones ideológicas, del tipo que sean.

Busquemos en el pasado, desde la abstracción y la concordia, ejemplos dignos de ser seguidos o que conviene conocer para no repetirlos, y huyamos de sectarismos o dogmatismos de cualquier género. ¿Cómo no inquietarse ante la polémica sobre los nombres de algunas de sus calles que en estos últimos meses ha partido en dos a la ciudad: desde las amargas declaraciones del presidente de Centro Córdoba en relación con los efectos negativos que para el principal foco de comercio de nuestra ciudad tendrá el cambio de titular de la calle Cruz Conde, a las de quienes argumentan con enojo que los equipos de gobierno deberían preocuparse más por la creación de empleo que por remover cenizas, o las un tanto categóricas de los miembros de la Comisión encargada del tema, cobijados sagazmente al calor de la ley? Se diría que no hemos aprendido nada. Caemos una y otra vez en los mismos enconos, dejamos que nos gobierne la rabia. Los historiadores hemos de ser objetivos, y las ciudades deben honrar a quienes las hicieron más grandes. De ahí que, si me lo permiten, quiera recomendarles el libro del maestro Francisco S. Márquez La Córdoba de Antonio Cruz Conde, el alcalde que cambió la ciudad. Además de otros nombres que contribuyeron a sacarnos de la miseria y el hambre, hoy malditos, encontrarán en él sorpresas como que en 1955 el Ayuntamiento recibió la Medalla de Honor de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando por su labor en la defensa y recuperación de nuestro patrimonio, que hoy no mereceríamos. Resulta, de hecho, difícil asumir que se pudiera hacer tanto en tan poco tiempo, cuando en nuestros días pasan los años sin que la ciudad se mueva un ápice, al menos hacia adelante. En lugar de buscar en las cloacas de la historia, sería más lógico centrarse en lo positivo y potenciar el orgullo colectivo por quienes, con independencia del apellido, el contexto o las ideas, respetables siempre, se dejaron la vida por hacer una Córdoba mejor. La memoria no debe nunca ser selectiva, sino buscar el equilibrio y la ejemplaridad; y ninguna biografía soporta la disección entomológica o forense. Vivimos en 2018. Demos ejemplo de moderación y consenso; y, sin olvidar ni despreciar el pasado, miremos al presente y al futuro. ¡Hay tanto trabajo pendiente…!

* Catedrático de Arqueología de la UCO