Llevo muchos años defendiendo, incluso contracorriente, el concepto de arqueología como ciencia social, generadora formidable de conocimiento, base de nuevos discursos patrimoniales, y recurso de primera, tanto desde el punto de vista cultural como económico. Arqueología somos todos (www.arqueocordoba.com), el proyecto pionero que, desde 2011, desarrolla en la Universidad de Córdoba el Grupo de Investigación que dirijo, es, posiblemente, el mejor ejemplo de ello. Estos aspectos patrimoniales de la arqueología, que deberían tener, indefectiblemente, como destinatario último a la ciudadanía, sin cuyo concurso y aceptación será inviable la supervivencia de aquélla, no terminan, sin embargo, de dar con el rumbo adecuado, por pura obsolescencia normativa, de concepto, finalidad u organizativa; por disparidades y errores graves en la orientación, o por simple falta de acuerdo en el reparto de competencias, de consenso en cuanto a criterios de intervención y tutela en el seno del colectivo, de sostenibilidad económica y social debido a graves deficiencias de planificación y rentabilización, de educación --que es siempre una labor de la comunidad en su conjunto--, o de compromiso, más allá de determinadas individualidades o iniciativas. No obstante, parece imposible cumplir con los objetivos de investigación, creación de conocimiento, difusión, conservación, engrandecimiento, rentabilización y mejora de la calidad de vida --incluida la gestación de empleo--, si, de entrada, no los suscribe la colectividad: he ahí la paradoja. Córdoba viene siendo desde hace años ejemplo paradigmático al respecto: una ciudad que se ofrece al mundo como compendio de culturas, con un legado histórico envidiado de extremo a extremo del planeta, pero incapaz de articular un discurso patrimonial adecuado, racional y programado, que equilibre de manera estratégica y con visión de futuro los principios básicos de una arqueología integral como método infalible de renovación y refuerzo de nuestra particular oferta. El día que logremos hacerlo nos convertiremos en una de las potencias culturales más importantes de Occidente, capaz de atraer de forma sostenible a un turismo de calidad (no masivo) incluso en épocas de vacas flacas.

Quizá el ejemplo reciente más significativo de esa concepción integral del discurso arqueológico que propugno sean Atapuerca y la Fundación homónima, dotados de un envidiable --y cuestionado en igual medida-- equipo de comunicación y marketing, responsable de los muchos premios y reconocimientos obtenidos, de su capacidad para atraer dinero a espuertas. La Fundación Atapuerca, modélica en cuanto a nuevas fórmulas de socialización del conocimiento e implicación de la ciudadanía en lo que se refiere a la Prehistoria y la Arqueología españolas, incluido el acceso a diversos tipos de discapacitados, es un éxito rotundo, más llamativo aún si tenemos en cuenta que lo visitado allí no son los yacimientos en sí mismos, sino el entorno, el paisaje --hoy transformado-- en el que vivieron los primeros homínidos hace un millón de años, las áreas de acogida de Ibeas de Juarros y Atapuerca, o el parque de arqueología experimental; oferta que, con la ayuda de audiovisuales y muy diversos recursos museográficos, es refrendada cada año por un elevadísimo número de personas. Este éxito venía entibiando las voces críticas sobre la marcada tendencia al mercantilismo del más importante yacimiento de la Prehistoria española, hasta que los últimos acontecimientos han vuelto a darles alas: el pasado mes de julio la Fundación Atapuerca concedió, de la mano misma de sus tres co-directores, el título de Embajadora a la cantante Alaska, profesional de éxito donde las haya, que, a pesar de haber cursado algunos años de la titulación de Historia y reunir otros valores, no es para dichas voces el ejemplo más señero de la intelectualidad de este país. Aun cuando deduzco que la estrategia consiste en utilizar este tipo de nombramientos para proyectar el conjunto y conseguir apoyos en otros espectros sociales, la iniciativa ha sido tildada de concesión frívola e innecesaria al mundo de la farándula, gobernada por el deseo de obtener nuevos fondos. Algunos lamentan, de hecho, que no se hiciera extensivo el nombramiento al ilustre compañero sentimental de la cantante: habrían formado un tándem insuperable. No se trata de enriscarse en la arqueología de elite que durante décadas se ha venido practicando en España, pero los críticos podrían llevar algo de razón en que una cosa es abrir nuestra ciencia a la sociedad, y otra muy diferente acabar erigiendo en símbolos de la misma a personajes cuyo único mérito al respecto sea, en el mejor de los casos, ver documentales del Canal Historia.

* Catedrático de Arqueología de la Universidad de Córdoba