En la frutería, en la panadería, en el banco, en mi periódico, en mi Facebook y en mi Wasap se hablaba ayer del agua caída. Sí, que lo sepa usted, Puigdemont, que algunos ciudadanos hemos estado un buen rato sin hacerle caso al procés, ya era hora. Ya hubo el lunes un precedente con Galicia, cuando lloramos todos y sentimos furia asesina por el fuego criminal con el que algunos malnacidos quieren destruir nuestros paraísos naturales, pero no era cuestión a celebrar. Ayer era otra cosa. Ya sabemos que el agua loca y desparramada también ha causado daños, inundaciones de nuevo en algunas zonas de Andalucía y España, pero ese cielo irritado, de rayos que volvieron blanca la noche y truenos que nos despertaron de madrugada, ha calmado por unos instantes esa angustiosa sed del olivar y los arroyos estancados, de las calles ardientes, del aire irrespirable, del verano en doble tirabuzón similar al bucle de la falacia secesionista.

Qué frescor al abrir la ventana y oler, aun en las aceras adoquinadas de la ciudad, la inequívoca fragancia de la tierra agradecida. Ha llegado, quizá solo por unas horas, una brisa mojada que debería ser vendaval y llevarse lejos tanto odio que, al exudar maloliente, parece venir de lo profundo y no haberse generado en cuatro ratos de protesta, o en unos años de adoctrinamiento político. ¿Tan ignorantes éramos? ¿Teníamos que esperar a Twitter para conocer la peor cara de nuestros conciudadanos? Bienvenida la lluvia. Ojalá se quedara.