Cuando se estén leyendo estas líneas ya se sabrá quién tomará posesión como nuevo presidente de Francia. Por lo que dicen las encuestas, y por la percepción que han traslucido los medios franceses en la última semana, habrá ganado monsieur Macron, a pesar de la campaña de mentiras y lugares comunes, tan típicos de los populismos de derecha como de izquierda, y de los ciberataques rusos contra su candidatura.

Pero el que haya ganado uno u otro no cambia inmediatamente la realidad de la economía francesa, como no va a cambiar significativamente la posición de Francia en el mundo, si acaso, con la señora Le Pen la cosa hubiera ido a peor, mientras que con el señor Macron hay un atisbo de esperanza de que Francia mejore.

Porque Francia es una economía enferma desde hace años y los franceses, con ese típico velo que siempre envuelve su realidad (la famosa «raison d´Etat», razón de Estado), nunca han reconocido abiertamente esta situación, salvo en los informes de su poco público Senado. Como sigue siendo contradictoria su posición frente a Europa, y lo es aún más respecto a nosotros.

La economía francesa es una economía rica y, a simple vista, saludable. Con una renta per capita de más de 32.000 dólares (unos 7.000 más que nosotros y 2.000 menos que Alemania), una inflación controlada, un paro en el entorno del 9% (muy inmune a la crisis) y una balanza de pagos equilibrada (una de las obsesiones históricas francesas), la economía francesa tiene bien las grandes constantes vitales. En Francia se vive bien, los franceses viven bien (unos más que otros).

Sin embargo, la economía francesa es una economía enferma. La tasa de crecimiento de la economía francesa es de las más bajas de las grandes economías de la zona euro comparables en tamaño (Alemania, Italia y España) y, desde luego, está muy lejos de las grandes economías anglosajonas (Estados Unidos, Reino Unido y Canadá). Su tasa de crecimiento potencial, y esto es lo preocupante, es menor que cualquiera de las economías anteriores porque Francia no tiene un significativo crecimiento poblacional, a pesar de la inmigración (menor que la de Alemania o Reino Unido); su productividad está estancada, y hace años que, con honrosas excepciones sectoriales, se descolgó de la innovación punta en sectores emergentes. Y la consecuencia de esta pérdida de pulso de crecimiento es que las debilidades de la economía francesa aflorarán en unos años, por lo que tendrán que hacer profundas reformas en su economía.

Porque la clave del funcionamiento de la economía francesa, su fortaleza durante un tiempo, pero su debilidad a medio y largo plazo, es un inmenso sector público. Un sector público que supone, a pesar de los recortes de Valls, el 56% del PIB (frente al 48% de Italia, el 44% de Alemania y el 41% nuestro) y que emplea al 32% del total de los ocupados franceses (de ahí la estabilidad). Un sector público que tiene un déficit en el entorno del 3% y una deuda pública neta del 90% (casi 25 puntos por encima de la nuestra). Un sector público que ampara a las grandes empresas francesas (sus famosos «campeones nacionales» como Total, EdF, AXA, Dassault, etc.) y las lastra en competitividad. Un sector público que no podrá sostener las pensiones cuando empiecen a jubilarse, dentro de cuatro años, las primeras cohortes del «baby boom». Un sector público que está llegando al límite.

Por eso es importante la victoria de monsieur Macron. Porque con él y el apoyo que necesita de los dos grandes partidos de la V República es posible pensar en un cambio de régimen de vida de la economía francesa que anime a Francia. Un cambio de régimen complicado, pero imprescindible.

Un cambio de régimen de vida que ha de incluir una dieta menos pública, más ejercicio de competencia y, desde luego, menos mantequilla y queso, porque son malos para el colesterol. Médicos dixit.

* Profesor de Economía

Universidad Loyola Andalucía