Aquellos actos ya no volverán a hacerte más daño. Y aquellas lágrimas ya no volverán a brotar de tus ojos por esa otra persona. Simplemente, dijiste «adiós» también. Dijiste ¡basta! Te armaste de valor y te arropaste con el cariño que hacia ti también sentías y saliste adelante. No dejaste que los pensamientos que hacia la otra persona tenías, te inmovilizaran y dominaran tu vida. Querías dominarla tú. Y lo conseguiste. Te costó trabajo y esfuerzo. Te habías acostumbrado a recibir poco y creías que esas migajas de amor eran normales. Pero, merecías, al menos, la misma proporción de cariño, aprecio y amor que habías dado. Puede ser que aquella persona se acomodara a esa forma de actuar hacia ti. O quizá, simplemente, no estaba en aquel momento de su vida para implicarse de la misma manera que tú lo habías hecho. ¡Quién sabe! Lo que sí sabías, es que aquella otra persona no te convenía. No te había hecho bien. Y cuando todo acabó, no quisiste sentir rencor. De aquella mala experiencia sacaste o sacarías algo positivo. Así mismo, no dejaste que el sentimiento de culpa se apoderara de tu persona. Tú lo habías hecho de la mejor manera que pudiste. Aceptaste la ruptura, aunque también sufriste. Y con el tiempo, aprendiste a vivir en conexión con tu propio yo y a salir adelante sin la otra persona, sin necesidad absoluta de ella. Te diste cuenta de que la otra persona complementa a tu yo, pero no lo sustituye. Y que en la coherencia de los sentimientos está el quid de la cuestión. Empoderaste tu yo. Lo fortaleciste. Lo empezaste, también, a cuidar y a amar. Empezaste a hacer cosas por ti. Aquello que habías estado postergando, lo comenzaste. Y como te dijiste, todo había pasado por algo. Y quizá ese algo, era estar bien y en paz con tu propia persona.