No dejo de flipar en esta Córdoba nuestra. Para que luego me digan pesimista. Viene el otro día el fontanero a mi casa. Un chaval. Unos 35 años. Alto, desgarbado, con su pirsin y su sonrisa bondadosa. Yo, como siempre, temblando por la factura y por si me hace un buen trabajo o una chapuza. Y he aquí que pasa por mi cuarto de los libros. Albañiles, electricistas, cristaleros han asomado por él y cada cual dejó su comentario: «¿Todos esos libros se ha leído usted? ¿Para qué quiere usted tantos libros?». Ya se sabe, la sombra de la Logse es alargada; tan alargada que ya solo hay sombra. Mi fontanero, no; mi fontanero: «A mí también me gusta la lectura. Ahora he empezado la Divina Comedia. Me la regaló mi mujer junto con una edición bilingüe de los cuentos de Alan Poe». Yo alucino. ¿Estoy en Andalucía, en Córdoba, en agosto, con otro fruto de las reformas educativas? Me palpo. Sí, estoy en mi casa; y este chaval, con su mono sucio, sus manos que se mueven en letrinas y albañales, su sonrisa, es hijo y nieto de fontaneros, y quiso trabajar en vez de estudiar, y tiene una hija que entra ahora en el grado medio de violín, en el Conservatorio, porque quiere ser profesora de música. Vuelvo a palparme. ¿Estoy vivo o ya me he ido al sueño de la eternidad? De pronto me veo en aquel joven maestro, con aquel ideal de cultura para todos, independiente de a lo que se dedicara cada cual. Porque en esto sí que seríamos todos iguales. Me palpo y solo me siento ya melancolía. ¿En qué estamos fallando? ¿En la deshumanización de todo? ¡Que me lleve semejante impacto con un caso así, cuando debería de ser lo normal, y lo extraño el encontrarme a alguien que se asustase de los libros que tengo! Este hombre es un pequeño oasis en medio de un desierto cada vez más infinito. Y si no que se lo pregunten a las estatuas de mi amigo tocayo José Manuel Belmonte, violadas de nuevo por el tonto de turno, que no tiene valor de pintarse en los glúteos o en la figurita de barro comprada en los chinos, que la madre puso sobre el pañito del aparador. Amigo José Manuel, ¡ánimo! Yo he tenido más suerte que tú. A ver si algún día te topas con ese tonto y te explica por qué no lee, por qué no se mete el cerebro en el cuyo sea esa parte suya que ensucia lo que arregla mi fontanero.