Digan lo que digan, ser viejo es un mal asunto, por más que se lo quiera camuflar con bondades como la acumulación de experiencia, sabiduría y demás eufemismos paliativos. Salvo porque si no llegas a la edad antes llamada «provecta» -ahora «dorada», en ese empeño de teñir las canas con falsos brillos- es porque te has muerto, la vejez, hasta si se disimula con estirones de piel o de vida laboral, tiene pocas ventajas. Y tal vez lo peor no sea saber que es un camino irreversible, sino el equipaje que lo acompaña: enfermedad, angustias y soledades; el sentirse impotente ante el deterioro físico y mental, que ha de andarse en solitario aunque se viva rodeado de gente y sin agobios económicos.

Eso en el mejor de los casos, porque lo más frecuente es llegar a la ancianidad con el poder adquisitivo menguado -si en algún momento se tuvo ese poder-- y las relaciones sociales arrinconadas en la memoria, si se la conserva, por no hablar de supuestos de incomunicación, abandono o mala suerte. Como el drama del matrimonio de Los Pedroches obligado a permanecer separado tras 65 años de convivencia. El hijo de la pareja, Antonio y Encarna, al no poder hacerse cargo de sus padres nonagenarios, se vio obligado a mandarlos a un geriátrico donde estuvieran bien atendidos. Pero la única residencia que encontró salía por un pico, unos 2.300 euros los dos, imposible de asumir por la familia. Así que les buscó acomodo como pudo y, al no conseguir plazas concertadas para ambos en el mismo sitio, Encarna ha estado viviendo unos meses sin su marido en una residencia de mayores de Alcaracejos y Antonio sin su mujer en otra de Dos Torres. Y ahí estaban los pobres, solos y echándose de menos a cada minuto -el amor, a fin de cuentas, es una costumbre- hasta que ayer la Junta de Andalucía solucionó un caso que al parecer no es único, pues la falta de plazas en residencias públicas y privadas está propiciando este tipo de desmanes. Una carencia, todo hay que decirlo, resurgida ahora que, medio superada la crisis, las familias están devolviendo a los abuelos a los centros de los que los habían sacado para poder llegar a fin de mes gracias a sus pensiones.

Según las conclusiones del Observatorio Social de las Personas Mayores de CCOO, en un escenario en que los mayores representan ya uno de cada cinco habitantes, un tercio de los hogares está sustentado por la pensión de un mayor, que en Córdoba ascendía a una media de 871 euros (94 menos que la media andaluza y 196 euros inferior a la española). Por suerte hay que contarlo así, en pasado, porque como es sabido la cosa acaba de mejorar ligeramente desde este mes de agosto con la subida recogida en los Presupuestos Generales del Estado para 2018, aprobada en junio y con efectos retroactivos, lo que se ha reflejado en una paguita extra, cobrada el 27 de julio, de los atrasos con que se compensa la diferencia entre la revalorización de las pensiones del 0,25 establecida en enero y la cuantía definitiva tras el cambio de Gobierno y los tira y afloja posteriores. Un lío aritmético, y sobre todo político, que por una vez se ha traducido en buena noticia para uno de los colectivos más vapuleados. Y más aún si eres mujer y tienes muchos años vividos a la espalda. Dejando aparte cuestiones de estética y olvidos sociales, porque entonces el llanto está asegurado, las pensionistas son más y viven peor, con un subsidio muy inferior al de ellos como resultado de la precariedad, la temporalidad y la brecha salarial sufrida en sus años laborales, si es que pudieron romper el cerco de las labores domésticas. Lo dicho, la vejez es un asco.