Estaba achacoso, aunque no tanto como para temer lo peor. Su tono de voz, que nunca fue alto ni contundente, era un susurro de terciopelo con el que te explicaba quedamente que el resfriado que le había echado encima de golpe sus 96 años, hasta entonces bien bandeados, no iba a romperle su rutina, pues Pablo García Baena era hombre que gustaba de andar sobre sus pasos, sin improvisaciones ni sorpresas aunque fueran buenas. «Así que os espero en casa como siempre, ya sabéis, antes de la Candelaria», se despidió el poeta animoso por teléfono, recordando la cita anual que manteníamos en torno a su belén --siempre por los pelos, horas antes de que, como todo buen belenista, lo desmontara el 2 de febrero--, Paco Solano Márquez y Tere, su mujer, Julia Hidalgo y yo. Eran inolvidables encuentros de tarde y brasero en que compartíamos largas parrafadas, una copita de licor y los pocos dulces navideños que a esas alturas, cuando ya media Córdoba había pasado por su saloncito de aroma decimonónico, bailaban en la preciosa lata de cinco kilos de delicadezas con que puntualmente le azucaraba las fiestas su incondicional Paco Campos. Junto al que fuera el alma de Bodegas Campos y luego de El Pimpi malagueño posó Pablo García Baena en su última fotografía (que ilustra estas líneas pixelada) el pasado 24 de diciembre, ambos fraternos y con un amago de sonrisa --la salud no daba para más-- ante la versión achicada del nacimiento que aún tuvo Pablo fuerzas para montar este año. Cumplían con ello un rito antiguo que era como un pulso al tiempo y sus demonios, prolongación en reducido --nunca fue el poeta amante de multitudes, aunque su prestigio las concitara hasta el final, en su capilla ardiente-- de las memorables y alocadas reuniones en el estudio de Miguel del Moral el día de Nochebuena, cuando se prolongaba la fiesta hasta que cada mochuelo tiraba para su olivo en busca de la cena familiar.

Parece que hubiera pasado mucho tiempo de este último encuentro de amigos de siempre que sin saberlo, o tal vez sí, estaban poniendo en esa imagen para el recuerdo fin a una época. Días de vino y rosas, reliquia de cuando los de Cántico y sus allegados conjugaban versos y belleza de taberna en taberna en la Córdoba oscura de la posguerra. Sí, con todo lo que ha venido después, las despedidas, las elegías, el despliegue mediático hacia quien tal vez haya sido el cordobés más mimado por su ciudad amada --y por Andalucía, al menos en su oficialidad--, parece que hubiera pasado una eternidad desde que Pablo se nos fue. Y sin embargo hace apenas unos días que me recordaba el deseo de volver a recorrer su viejo barrio de San Andrés, y el mío, en cuanto se alargaran las horas y se abrieran sus patios en flor. Fue cuando lo llamé para darle las gracias por contestar a mi felicitación con otra que era lo último que me hubiera esperado, porque aunque siempre cumplido y elegante de palabra y obra, la ceguera le había obligado a renunciar a muchos de sus pequeños hábitos. Pero su cortesía de antiguo muchacho, aquel chico tímido que devino en Príncipe de las Letras, podía a la falta de visión, suplida con un escribiente voluntario, en ordenador y a cuerpo gigante, para él poder supervisar el encargo. Y debajo su rúbrica a mano, temblona y tierna, testimonio último de eso que Antonio Gil, en la cálida homilía del funeral en San Miguel, llamó «el testamento espiritual de la bondad». Así era Pablo, «canario flauta de la poesía española», como suele definir su poderío lírico el pintor Ginés Liébana, ahora único superviviente de Cántico. Pudo ser divo y fue pura sencillez y gentileza.