Cuando disfruté por primera vez de Cinema Paradiso no era consciente de que la película de Tornatore acabaría siendo parte de mi memoria sentimental. Tampoco entonces podía imaginar que la nostalgia que encierra la historia podría ser en algún momento parte de mi presente. Los años, sin embargo, han hecho que me sienta como el Totó adulto que vuelve a su pueblo y contempla los escombros del cine en el que aprendió que, además de racional, era un ser que no podía sobrevivir sin las emociones. Ese desgarro, mediante el que uno siente que le arrebatan parte de su propia historia, es el que yo he ido sintiendo cada vez que cerraban una sala de cine, primero en mi pueblo y luego en Córdoba. Lugares en los que me he ido sintiendo huérfano y desvalido al perder espacios donde reconocerme y reconocer a los otros, en los que cada día es más difícil es soñar con paraísos posibles.

En el desierto inhóspito de una ciudad que es capaz tanto de enamorarte como de helarte el corazón, tenemos sin embargo la suerte de poder refugiarnos en un oasis que, muy especialmente en los últimos años, ha dado un magnífico ejemplo de cuál debería ser el papel de lo público en la garantía del derecho de acceso a la cultura. La Filmoteca de Andalucía se ha convertido en un lugar en el que no solo podemos ser espectadores sino también ciudadanos. Es decir, hombres y mujeres que hablan, debaten, analizan, piensan, participan, sienten. Seres activos y comprometidos con lo colectivo, únicos y al mismo tiempo iguales, parte a su vez de grupos diversos que reflejan el pluralismo social y político que es el verdadero nervio democrático.

Todo arte es político y el cine no es lo menos. Tal vez sea el que tiene mayor capacidad de movilización y compromiso, porque es capaz de penetrar más incisivamente hasta el fondo de los laberintos humanos. Y desde ahí nos pregunta, nos inquieta, nos remueve cimientos y, por supuesto, nos hace gozar tanto en la alegría como en el drama. Mediante las películas, y muy especialmente cuando las compartimos en una sala a través de lo que acaba siendo una especie de ceremonia o ritual cívico, nos construimos y reconstruimos, saltamos del yo al nosotros y al ellos, nos indignamos y nos armamos de valor. Y todo eso debería ser parte ineludible de una educación para la ciudadanía sin la que la democracia está herida de muerte.

La Filmoteca, que ahora cumple 25 luminosos años, satisface con creces ese papel al que lamentablemente han renunciado otras instituciones. Y lo hace además no desde la verticalidad jerárquica, tan masculina, sino desde una concepción muy horizontal de los espacios que son de todas y de todos, no del político/a de turno. Todo ello al tiempo que suple las carencias afectivas que muchos sufrimos en esta ciudad sin cines. De esta manera, la institución que ahora lleva con mano tierna Pablo García Casado, ese hombre que si no existiera habría que inventarlo, se ha convertido en una especie de útero al que algunos volvemos cuando sentimos que nos han cortado el cordón umbilical que nos conectaba con la energía transformadora de la cultura. En definitiva, un paraíso que nos reconcilia con las posibilidades de una Córdoba tan hosca a veces y en el que resulta fácil reencontrarse con la magia. Como si después de pasear por las frías calles, huyendo de los villancicos, fuera posible sentarse en la sala Val de Omar y, como Totó, llorar una vez más viendo los besos robados por quienes siempre han tenido miedo de la energía revolucionaria que habita en el amor y la libertad.

* Profesor titular de Derecho

Constitucional de la UCO