En las fechas en que se cumple el aniversario de la muerte del fundador del Opus Dei conviene recordar lo que ha sido el eje central de su doctrina. Me estoy refiriendo a la consideración de nuestra filiación divina. Supone un auténtico programa de vida interior, que hay que canalizar a través de nuestras relaciones de piedad con Dios, pocas, pero constantes, que nos permiten adquirir los sentimientos y las maneras de un buen hijo. No podemos permitir que el trato con Jesucristo dependa de nuestro estado de ánimo, de los cambios de carácter. Estas posturas no se compaginan con el amor. Por eso, en momentos de nevada y ventisca, unas prácticas piadosas sólidas, nada sentimentales, bien arraigadas y ajustadas a las circunstancias propias de cada uno continuarán marcándonos el rumbo, hasta que el Señor decida que brille de nuevo el Sol. Dios es un padre lleno de ternura e infinito amor. Debemos ser conscientes de que el acontecer está situado bajo el designio amoroso de Dios. El creyente sabe que tanto las realidades gratificantes como las que llamamos adversas redundan en bienes y son objeto del amor divino. Dale gracias a Dios por todo, porque todo es bueno, todo es para bien (omnia in bonum).