Celebramos hoy la fiesta de Pentecostés. Etimológicamente Pentecostés significa simplemente el día quincuagésimo. A los 50 días de la Pascua, los judíos celebraban la fiesta de las siete semanas (Ex 34:22), que en sus orígenes tenía carácter agrícola. Se trataba de la festividad de la recolección, día de regocijo y de acción de gracias. Más tarde, esta celebración se convertiría en recuerdo y conmemoración de la Alianza del Sinaí, realizada unos 50 días después de la salida de Egipto.

Fue en este día 50 después de la Pascua cuando tiene lugar la venida del Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego sobre los apóstoles reunidos en el cenáculo, tal como se relata en el libro Hechos de los Apóstoles (2, 1-4).

En distintas ocasiones de su vida, Jesús habla de que enviará el Espíritu a sus discípulos: el Espíritu les enseñará y hará comprender muchas cosas que él ha dicho y que todavía no han asimilado (Jn 14 16).

El capítulo 8º de la carta de Pablo a los romanos nos ayuda a comprender lo que Jesús dijo del Espíritu.

Comienza San Pablo exponiendo lo que podríamos llamar el «orden del Espíritu». Abarca los versículos 1 a 17. En estos versículos dibuja Pablo un esquema religioso contrapuesto tanto al judío como al pagano, mediante dos dialécticas fundamentales: la dialéctica Espíritu ley refiriéndose a los judíos, y la dialéctica Espíritu carne refiriéndose a los paganos. Frente a un tipo de religión de inspiración mosaica donde la observancia de la ley es la garantía de que el hombre es aceptado por Dios, San Pablo propugna un nuevo esquema de relaciones transcendentales del hombre con la divinidad fundamentado en el hecho de que hemos recibido el Espíritu de Dios, y por ello hemos sido hechos hijos suyos.

La carne en el lenguaje paulino no se refiere precisamente a las pasiones sexuales del hombre, sino al conjunto de tendencias inspiradas en la consecución de valores materiales. Carne, en Pablo, significa lo que Horacio quería decir con su concisa frase «carpe diem»: agárrate al día de hoy, persigue el bienestar inmediato y aparente, disfruta lo que está hoy al alcance de tu mano. Frente a esta actitud de perseguir las satisfacciones inmediatas, el Espíritu nos conduce a aspiraciones utópicas, por las cuales merece la pena luchar: la justicia, la verdad, la igualdad entre los hombres, el bien de la humanidad.

En la segunda parte del capítulo Pablo se hace cargo de la tensión interior y de la inadaptación exterior a que están sometidos quienes viven en el Espíritu. Podríamos titularla la antítesis de la historia. Abarca los versículos 18 a 27. «La creación entera gime por ser liberada de la corrupción» (Rom 8 20). El hombre que vive en el espíritu no encuentra acomodo en este mundo, sino que está en continua contradicción con él: anhelando siempre por un mundo nuevo.

La famosa frase de Marx, que figura en el epitafio de su tumba, «los historiadores han estudiado la historia para conocerla, nosotros la estudiamos para transformarla», reproduce ecos que un cristiano reconoce. Su pretensión de hacer caminar a la sociedad hacia la igualdad de todos los hombres, su radical decisión de que tal igualdad no puede conseguirse sino por la transformación de las estructuras sociopolíticas del Estado, su análisis de la alianza entre los intereses y las ideologías, existente en las clases dominantes, son todos ellos elementos que convergen con la visión de la historia iluminada desde la fe en Dios. La diferencia está en el origen de esta concepción de la sociedad y de la historia. Mientras que el cristianismo parte de una aceptación de la voluntad de Dios que ha querido un mundo diferente del mundo en que vivimos, y en ese sentido nos sentimos agentes históricos de la voluntad de nuestro Padre que está en los cielos, los marxistas parten de un examen e interpretación materialista de la historia.

La última parte del capítulo 8º a los romanos la podríamos titular el poder de la esperanza. Abarca los versículos 28 a 39. La raíz de la fuerza de la fe para la transformación del mundo arranca de la fuerza del Espíritu, que es la fuerza de Dios (1Cor 1 4 5). El Espíritu es quien fortifica internamente a los creyentes, dándoles la seguridad de su triunfo. No existe poder humano ni político, ni económico capaz de anular la fuerza interior que el Espíritu otorga a los creyentes en Cristo. En nombre de Dios, y por fidelidad al evangelio, miles de gentes entregan su vida al servicio de la justicia, sin otra expectativa de remuneración que el haber cumplido la voluntad de Dios y no la suya (Jn 5 30).

Esta fuerza interna residente en el hombre de fe es el espíritu que Jesús prometió enviar a los apóstoles. El Espíritu les enseñaría a comprender las palabras de Jesús, el espíritu actuando desde el interior de cada creyente se haría presente en el mundo y en la historia, para liberar a la humanidad de «la servidumbre de la corrupción» (Rom 8 21). Esta es la fiesta del Espíritu que celebramos hoy.

* Profesor jesuita