No pude evitar la nostalgia cuando contemplaba el pasado sábado en mi televisor el Festival de Eurovisión. Rebobiné la moviola de mis recuerdos profesionales y me planté, septiembre de 1959, en Barcelona; concretamente en el Palacio de los Deportes donde se celebraba por vez primera el Festival de la Canción Mediterránea. Asistí como enviado especial del periódico Pueblo. Veo en la lejanía de los años que ya han pasado a Mary Santpere cantando Ola, ola, no vengas sola, canción que logró el puesto tercero tras la votación de los espectadores asistentes. Sólo intervenía este jurado popular. No recuerdo quien ganó pero aun «oigo» al italiano Torrebruno en el célebre Volare que lo encumbró a la fama en España a raíz de aquel festival. Sí recuerdo la entrevista que le hice al entonces joven compositor Augusto Algueró, autor de la canción española. Participaron cantantes italianas, francesas, griegas, argelinas, egipcias; mediterráneas en resumidas cuentas. No había esos efectos especiales que forman parte de Eurovisión. Sólo canciones bien «dichas» envueltas en músicas pegadizas con buen ritmo nada esquizofrénico y letras emotivas, sentimentales. Así empezó también el Festival de Eurovisión que poco a poco se ha ido convirtiendo en un musical frenético «dirigido a una sociedad banalizada», como ha dicho en una emisora de radio un contertulio. La canción española con su plana historia de amor, sonó extraña en aquel ambiente psicodélico de veloces movimientos de cámaras arropando a la mayoría de los intérpretes. Quien manda es la industria discográfica. La oferta crea la demanda.

* Periodista