Ante el ordenador, lejos de trajes de faralaes, caballos, bailes y cantes, sin otro ruido que el respirar de la pantalla, dispuesto a hilvanar unas ideas sobre la feria, lo primero que me viene a las mientes es el título de la novela cordobesa de Pio Baroja, que de siempre ha tenido más éxito, divulgación y utilización que la propia novela.

Hace poco me recriminaban en Sevilla que yo lo llamara traje de gitana, cuando lo suyo, me decían, es traje de flamenca. Para mí son lo mismo traje de faralaes, de gitana que de flamenca. Dejo la cuestión semántica, con su punto de racista, a Marcos Santiago. Y a la también abogada Carmen Santiago, con la que tengo comprometido un baile de sevillanas desde hace un cuarto de siglo.

Hace un par de días disfruté viendo la gracia y olé de dos nietas vestidas de gitana. No sé si bailan sevillanas, porque una es nacida y residente en Valencia, aunque a Córdoba baja cuando sus padres quieren vernos y beber un poco de la ciudad de la Mezquita, que tanto les gusta.

Siempre me alegra ver una mujer vestida de gitana de gesto animoso y con su flor en el pelo, como en el cuadro Viva el pelo de Julio Romero, aunque el traje constreñido no pueda disimular el exceso de vientre. No importa que cante con voz de tabaco, si su baile se ciñe al compás debido.

Y a ese compás suelen ceñirse los cantaores y bailaoras, si se trata de un grupo de veteranos que se lo toma en serio, que asumen el rito. Y que conste que cantan y bailan para ellos especialmente, aunque no solo no les importe sino que le agrade una palabra o un gesto de elogio. Así lo podemos constatar si miramos con atención.

Entre mis muchas aficiones duerme, muy poco ejercida, la afición a los caballos y a montar. Desde mi estudio, a media luz, imagino los muchos caballos, los muchos jinetes, y los bastantes coches de caballos que a esta hora en que escribo, bajo un sol deslumbrador y los chorros de calor, pasean y posan en el ferial. Los envidio, como también, a quienes simplemente los miran y admiran, algo que yo no puedo hacer desde aquí, desde mi relativa inmovilidad y mi real pereza.

Recuerdo con nostalgia las ferias de ganado de hace muchos años; veíamos a gitanos y no gitanos hacer el artículo de su caballo, e incluso de su penco.

Se trataba de la Córdoba rural, en la que empezamos a crecer los de mi generación, la sufrida generación de posguerra.

Recordamos con nostalgia aquella feria ganadera, el ambiente taurino de aquellas ferias, y el estruendo situado entre los paseos de La Victoria y de República Argentina. Decibelios siempre excesivos que a algunos vecinos volvían locos y que lanzaban a otros a las segundas residencias, a las playas o al campo, en huida de oídos tapados.

En La Victoria, la caseta del Círculo de la Amistad marcaba el compás más elegante y traía a oídos y ojos cordobeses, como atracciones, figuras famosas en la televisión y en las emisoras de radio.

La caseta fue resultando cada feria más insuficiente por lo que puso a trabajar a la rica imaginación del famoso arquitecto Rafael de la Hoz padre, que iba proyectando una tras otra ampliaciones entoldadas ganadas a lo terrizo de los jardines.

Bien es verdad que aquella feria céntrica y estruendosa, dejaba secuelas dañinas en las plantas y en la arboleda, una razón más sobre la de los decibelios, para exportarla a las afueras, pero no es menos cierto que hacía más mella en el corazón festivo de la ciudad, pues no es lo mismo cruzar una calle que hacer cola para tomar el autobús.

A fin de cuentas la feria cordobesa tiene sus valores, sea la ejercida y sudada con esfuerzo, sea la de los discretos, la de quienes la vivimos con la imaginación, resucitando recuerdos.

* Abogado y escritor