Este mes se cumplen 170 años de la convención de Seneca Falls, una asamblea celebrada en el seno de una iglesia evangélica de la Nueva York de 1848. Su objetivo era de discutir sobre la condición social, civil y religiosa de la mujer. En este orden de ideas producto de dicho evento cual tsunami se formuló una potente Declaración de Sentimientos que como onda expansiva alcanzó diversos estamentos del pensamiento universal, todo un manifiesto reconocido como uno de los textos fundacionales del movimiento feminista internacional, de allí su trascendental importancia.

Ahora bien, dicha proclama entre otras cosas denunciaba las restricciones a las cuales estaban sometidas las mujeres: la prohibición de tener propiedades, la negativa al voto, la no afiliación a partidos, el veto a la asistencia a reuniones políticas y, ya por descontado, el veto a presentarse a elecciones y ocupar cargos públicos. La vindicación de ciudadanía civil suponía la modificación de las leyes que impedían «la verdadera y sustancial felicidad de la mujer». Tal como el mismo texto refleja, la historia de la humanidad es la historia de las repetidas vejaciones y usurpaciones del hombre contra la mujer a fin de establecer una tiranía absoluta sobre ellas. No obstante cuando determinados sectores se ven obligados asumir posiciones contracorriente apoyadas en la razón de ir contra la sinrazón, surgen llamaradas que encuentran en foros como el americano toda una expresión colectiva de feminismo contemporáneo al servicio de los intereses generales de la propia dignidad e igualdad humana.

De esta manera, podríamos decir que Seneca Falls representa gritos de valentía, ecos de rebeldía, el no agachar la cabeza para ser tratadas como meros satélites de la figura masculina. La Declaración de Sentimientos es todo un planteamiento a partir del cual nada debe considerarse vetado para ellas «Que la mujer se ha mantenido satisfecha durante demasiado tiempo dentro de unos límites determinados que unas costumbres corrompidas y una tergiversada interpretación de las Sagradas Escrituras han señalado para ella, y que ya es hora de que se mueva en el medio más amplio que el creador le ha asignado», expresa una de sus 12 resoluciones curiosamente aprobada en el seno de una congregación cristiana. Nuevamente fueron las protestantes quienes toman la iniciativa de revelarse contra los sacros poderes fácticos, tal como lo hizo Lutero 330 años antes, pero en esta ocasión para plantar cara y no ceñirse a la pasividad absoluta de ser meras oidoras de un mensaje androcéntrico de forma y fondo. El manifiesto pende como testimonio de que al menos el Dios de la Biblia nada tiene que ver con conjeturas o fábulas folclóricas fabricadas en concilios que han obrado retorcidamente en el diseño de dogmas contra la figura de la mujer para ningunearla, relegarla como segundona o simple sacro chacha al servicio del clero de turno, ¿cristianismo ético? o ¿cretinismo patético?, «Que puesto que el hombre pretende ser superior intelectualmente y admite que la mujer lo es moralmente, es preeminente deber suyo animarla a que hable y predique cuando tenga oportunidad en todas las reuniones religiosas»... en definitiva, que la luz renovadora de 1848 calcine todo reducto de falocracia, bienvenidas papisas, arzobispas, sacerdotisas, pastoras, rabinas e imanas a la nueva primavera de Seneca Falls, la del feminismo como principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre.

* Profesor y feminista