Tengo el privilegio de trabajar en pleno corazón de nuestro casco histórico. Suelo acceder a él cada mañana por el antes puente romano desde el viejo arrabal de Saqundah, que este año celebra el 1.200 aniversario de su levantamiento contra el emir Al Hakam I. Tan singular paseo me ayuda a reflexionar sobre el alma de Córdoba, al tiempo que disfruto de ese momento inigualable del amanecer, cuando el sol naciente dora las piedras más o menos milenarias de la fachada meridional de la ciudad, las aves despiertan, saludando con alegría siempre renovada a la vida, y el río parece desperezarse y correr con más fuerza, como si quisiera recordar que sigue ahí, magnífico, poderoso e imbatido, a pesar de la maleza y el lodo que invaden su cauce. He podido comprobar por tanto, en primera persona y día a día, cómo el acero para la instalación de los palcos de la Semana Santa se iba imponiendo un año más en los alrededores de la Mezquita-Catedral, invadiéndolo todo, afeándolo y entorpeciendo el paso, conculcando sin remedio sus claves patrimoniales, de accesibilidad y de movilidad. Respeto el deseo de las cofradías por enaltecer sus desfiles procesionales, por dotarlos del marco más emblemático y simbólico posible y hacer estación de penitencia en sede catedralicia; su afán por que la Semana Santa cordobesa se convierta en reclamo turístico universal, aun cuando termine pareciéndose a otras o incida en la focalización de ese mismo turismo. Sin embargo, disiento con la agresión que tal iniciativa representa a mi juicio para las dos declaraciones Patrimonio de la Humanidad que representan la antigua Mezquita Aljama y su entorno; la sobrecarga innecesaria y preñada de riesgos que las aglomeraciones de público previstas pueden suponer para un espacio tan delicado, trazado a la medida exclusiva del hombre; los peligros evidentes para la seguridad que, entre otras medidas, implican el haber cerrado todas las vías de evacuación por el sur, limitándolas al vano de la Puerta del Puente.

Son, pues, muchas las razones que me llevan a no compartirla. Añadir tan brutal impacto a la sobreexplotación que sufre ya la zona no deja de ser una temeridad. ¿Alguien se ha parado a pensar que fuera un particular el que solicitara permiso para ello? Sin duda, las instituciones lo denegarían tajantemente, amparadas en el choque frontal que un hecho así representa para la adecuada y deseable conservación no sólo de los monumentos en sí mismos, sino también del paisaje patrimonial que conforman, concepto vital en la gestión actual del mismo. ¿Cómo entenderlo, por tanto? ¿Compensan los beneficios que la apuesta pueda reportar frente a la impresión negativa y las molestias sin límites que, en plena explosión de la primavera (y con ella, de la temporada alta en Córdoba), turistas y ciudadanos sufrimos a diario, en un sector urbano saturado de gente, camiones, máquinas elevadoras, tubos de acero, maderas, andamios y todo tipo de anacrónicos artilugios? Que me perdonen quienes piensen de forma diferente a la mía, porque entenderé que disientan, pero mi intención no es otra que exponer públicamente, en pleno y arriesgado ejercicio de libertad de expresión y la más absoluta consideración al hecho religioso y la devoción de tantos miles de personas, una reflexión íntima, de alguien que ama a su ciudad y lucha a diario por hacerla mejor, más culta y fiel a sí misma. Córdoba es sobriedad, fe, recogimiento, contrición, silencio, luz perpetua, tradición de siglos, discreción, sensibilidad y sabiduría. No necesita hacer ostentación de ello, ni tampoco elitizarlo, mucho menos a costa del patrimonio común.

Mis palabras no pretenden otra cosa que invitar de nuevo al diálogo colectivo, a no imponer iniciativas que, sin el consenso de todos y cada uno de los ciudadanos, pueden incluso hacer peligrar nuestra categoría de Patrimonio de la Humanidad; a extremar las medidas de seguridad y no tentar a la suerte; a primar la belleza de nuestro espíritu milenario sobre la fealdad del acero, por más que lo revistamos de rojo sangre; a respetar sin ambages la enorme herencia colectiva que nos ha sido legada y que tenemos la obligación de conservar, acrecentar y transmitir a quienes nos sucedan en el tiempo; a pensar que tal vez caben otras opciones; a pararse por un momento a meditar, y valorar las cosas con vocación de futuro. Trascendamos lo evidente para llegar a lo más profundo y determinante de aquello que nos define como pueblo y como cultura, haciéndonos únicos. La imagen de nuestra ciudad está en juego, y con ella su más pura esencia, esa que nos hace singulares, genuinos y diferentes, la que motiva que tanta gente del mundo anhele en último extremo respirar nuestro mismo aire.

* Catedrático de Arqueología de la UCO.