Pienso ahora en los ojos dormidos y cordiales de Francisco Benítez. Lo imagino en la lenta expresión comprensiva de un hombre que conoce la sustancia interior de los sueños, con su lento descrédito y su erosión de vida. Una vez tuvimos dos conversaciones muy seguidas, que no podré olvidar nunca. Yo acababa de leer una obra de teatro escrita por él, a cuatro manos, con su amigo Carlos Clementson --cuando pienso en Francisco Benítez, siempre lo recuerdo en una escena compartida con Carlos, habitantes amables de un espacio propio de erudición y sobria paciencia de vivir--, titulada Góngora. Sombra y fulgor de un hombre. El 24 de noviembre de 2002, Diario CÓRDOBA la ofreció a sus lectores en una bella edición con el rostro del poeta en la portada. Había sido un encargo del Ayuntamiento de entonces para representarla en La Corredera, con más de doscientos actores que habitasen las etapas del poeta, sus torres coronadas por desgastes y afán. Finalmente no se representó en La Corredera, sino en el Gran Teatro, que tampoco está mal. Leí la obra, me gustó y escribí un artículo contándolo. Pues bien, una tarde nos encontramos y me lo agradeció mucho. Quedamos otro día, en Gris’s, y me regaló su libro de relatos Cuentos ocultos del Sur. Yo no sabía demasiado de él, salvo sus años en La Buhardilla, su obra Farsa inmortal del Anís Machaquito y un cierto esplendor juvenil en Madrid como dramaturgo. Me impresionó, y aún me impresiona, su delicadeza y la ausencia de esa falsa modestia que suele barnizar los soliloquios de algunos escritores cuando piensan que la vida ha sido injusta con ellos. No: se había retirado por alguna razón, había dado un paso atrás hondo y discreto, o esa impresión me dio. Leí Cuentos ocultos del Sur y me pareció un gran libro. Pero así estaban, y siguen, autor y libro: ocultos. Hoy muere en el mismo silencio, sin que muchos sepamos demasiado de él. Pero ese libro enorme, en su plasticidad de onírica belleza, algún día volverá.

* Escritor