Soñaba con llegar y disfrutar su «tierra prometida», que es lo que según su amigo del alma Carmelo Casaño era para él la exposición que preparaba para la Sala Vimcorsa. Pero la muerte se lo llevó sin previo aviso el pasado enero, a los 84 años, y la muestra antológica que la ciudad dedica al gran humanista que fue Tomás Egea Azcona tendrá que inaugurarse esta tarde sin él. Su ausencia, solo física, ha sido suplida por los desvelos de su hija María Dolores, que ha trabajado codo a codo con el comisario, Jesús Alcaide, para que todo quede impregnado del toque sencillo, pero de largo aliento, que hubiera dado su padre al resumen de una vida dedicada a las artes plásticas.

De modo que este madrileño curtido, como su mujer, la pintora cordobesa Lola Valera, en la Escuela de Arte de Madrid y luego rebozado en la modernidad parisina, que se trajo a Córdoba en 1958 metida en la maleta, este hombre discreto y callado que evitaba las entrevistas para no tener que hablar de sí mismo tendrá ya muerto la merecida gran exposición que no tuvo en vida. Un poco tarde, pero más vale tarde que nunca, se diría si pudiera Miguel del Moral, pintor de Cántico, de cuyo fallecimiento se cumplieron el pasado 28 de abril 20 años sin que, desaparecido Pablo García Baena, guardián de la llama del grupo, haya habido la menor mención oficial hacia quien en dos décadas ha pasado de imprescindible a olvidado. Esperemos que Tomás Egea corra mejor suerte. Por lo pronto, la exposición servirá para recordar, o para conocer si es que uno se adentra por vez primera en el universo creador de un hombre ajeno a todo lo que sonara a autopromoción, la talla del artista multidisciplinar que fue.

Pinturas, ilustraciones, maquetas arquitectónicas y vidrieras dan idea de la forma de concebir el arte -que en él tenía mucho de oficio sublime, pero nada trascendente-, de quien ante todo se consideraba dibujante, por más que se atreviera con todo, hasta con estupendos retratos que no pasaron del ámbito familiar. Murales, pirograbados, esculturas, cerámicas, multitud de proyectos de diseño y decoración, muchos llevados a cabo junto a arquitectos como Rafael de la Hoz o Gerardo Olivares, publicidad -a Egea se debieron los carteles de las preautonómicas andaluzas y el del 25 aniversario de la Constitución- y hasta cómics, la gran pasión de quien creció soñando con ser dibujante de tebeos como el Flechas y Pelayos, llevan la firma de este artista de mil rostros, todos ellos amables pero sin renunciar a su puntito de acidez y denuncia. La ironía, el humor blanco y un poco melancólico que impregna su obra están más presentes que nunca en las caricaturas y dibujos costumbristas de ricachones, beatas, campesinos y demás fauna con aroma de otro tiempo -siendo como era uno de los creadores más avanzados que ha dado de sí la contemporaneidad cordobesa- con que ilustraba en este periódico los artículos de Casaño, perfilando entre ambos los contornos agridulces de una sociedad en tránsito. Con el abogado y escritor construyó a lo largo de los años un peculiar tándem que solo pudo destruir la muerte. Y es que para Tomás Egea la amistad era lo primero, como saben cuantos lo frecuentaron y quisieron. No se pierdan esta necesaria exposición en homenaje a un hombre que, aun hablando lo justo y procurando no hacerse notar, dejó un legado imperecedero.