Allá por el siglo XVI, antes de que el turismo estuviera de moda, los principales motivos que podían llevar a emprender un largo viaje eran económicos o espirituales. Basta con pensar en Marco Polo y su travesía hacia China para el primer caso, o los numerosos peregrinos que emprendían el camino a Santiago de Compostela, para el segundo. El cordobés al que nos referimos está incluido en el último grupo, el de los motivos espirituales, aunque su destino estuvo mucho más alejado. Pero, ¿quién fue este incansable viajero y qué le llevó a embarcarse en tal empresa?

Juan Fernández trabajaba como comerciante en nuestra ciudad, vinculado al mercado de la seda. Por diversos avatares del destino hubo de marchar hacia Lisboa, donde entró en contacto con la Compañía de Jesús, y en la que pronto se integró. En algún momento de 1547, cuando contaba con 21 años, inició junto a otros jesuitas la travesía que le llevaría a la lejana Asia. El viaje no estaba exento de dificultades, pues los pasajeros que seguían la ruta portuguesa, como fue su caso, debían bordear todo el continente africano (el canal de Suez no existía), antes de dirigirse hacia la India. En esas tierras habían establecido los lusos sus primeras factorías y una de las más importantes, donde desembarcó nuestro paisano, era Goa, ciudad cosmopolita.

Allí conoció a Francisco Javier, futuro santo, y al valenciano Cosme de Torres. Los tres jesuitas (el navarro y el valenciano padres, el cordobés hermano) junto a otros tres japoneses partieron hacia Japón en su afán de llevar la Palabra de Dios a todos los confines de la Tierra. Llegaron en 1549, tras recorrer varios miles de kilómetros. En el caso de Fernández, que salió de Lisboa, ascendían casi a los treinta mil.

La historia ha hecho justicia al santo navarro, patrón de las misiones, mientras que Cosme y Juan fueron condenados al olvido. Sentencia injusta porque como el propio Francisco Javier admitía, la evangelización no se podría haber desarrollado en tierras niponas sin la figura de nuestro cordobés, que desde el primer momento demostró un don natural para el idioma japonés. Juan escribió algunos libros, seguramente en romaji, es decir, japonés con caracteres latinos. En ellos recogió predicaciones y explicaciones sobre distintos aspectos de la doctrina cristiana. Lamentablemente, un incendio en la iglesia de Takushima los destruyó en 1564, pero Juan no se desanimó y redactó una gramática y un diccionario español-japonés.

Durante su estancia en aquellas tierras, desde 1549 hasta 1567, el hermano Fernández envió cartas a sus compañeros jesuitas describiendo la labor que desarrollaban. Gracias a ellas sabemos que se esforzó en la catequesis y en la creación de un coro compuesto por niños y adultos. Gran parte de su estancia la pasó en Bungo, una antigua provincia japonesa donde la Compañía fundó un hospital para atender a conversos y gentiles. Juan habla en otra de sus cartas sobre la representación de obras de teatro, muy apreciadas por los japoneses. E incluso describió cómo se celebró una de las primeras Semanas Santas de Japón, si no la primera. En ella se realizó un Vía Crucis en el que participaron niños vestidos con trajes y diademas negras, encargados de exponer un misterio. Todos ellos rodeaban una cruz e iban precedidos por el Santísimo.

Fue en esas islas tan lejanas de su Córdoba donde falleció a los 41 años, rodeado de dos jesuitas portugueses y varios cristianos japoneses. Se cree que sus últimas palabras no las pronunció en andaluz, sino en lengua nipona. Un claro ejemplo de que el acercamiento y entendimiento entre dos mundos, a primera instancia tan distintos, era posible.

* Graduado en Historia. Alumno del M. Gestión del Patrimonio (UCO)