El cine nos ayudó a salir de la rutina cotidiana, elevarnos y soñar. Sobre todo, soñar. Una actividad evasiva que buena falta hacía en el tiempo rastrero de la posguerra por el que transcurrió nuestra infancia. Entonces, aquél invento decimonónico de Hiel, Edison, Eastman, Lumière, adquirió la categoría de «séptimo arte» --así lo bautizó el franco-italiano Ricciotti Canudo--, logrando, desde el primer tercio del siglo XX, el éxito desbordado que acaba de estudiar, exhaustivamente, mezclando anécdotas con erudición, el periodista norteamericano Neal Gabler, en un libro fundamental: Un imperio propio. En dicha obra se atribuye a una pléyade de judíos clarividentes afincados en los USA --Adolph Zukor, Louis B. Mayer, los Warner Brothers, Samuel Goldwin, Harry Cohn, William Fox, Lewis Solznich y un larguísimo etcétera de actores, directores, guionistas y productores-, la invención de los grandes estudios cinematográficos --Hollywood en primera fila-- para realizar filmes y de las salas para proyectarlos que se extendieron como el aceite, primero por los estados de Norteamérica y, enseguida, por todo el mundo. Ellos, los judíos, entronizaron la cinematografía de masas que, con diversas vicisitudes y formatos, se hizo perdurable e indispensable en el mundo contemporáneo.

La lectura de ese libro nos ha resucitado, como la famosa magdalena de Proust, vivencias de cines y películas que estaban perdidos en la desmemoria. Aquí, en la ciudad de la infancia, sin contar los abundantes locales al aire libre que se abrían las noches calurosas del verano, los cines céntricos, techados y confortables, eran media docena. El Gran Teatro y el Duque de Rivas --antiguos teatros reciclados para alternar ambas funciones--, el Góngora, el Alcázar y el Liceo, a los que se sumó, al comenzar los 50, el Palacio del Cine.

El más bullicioso era el Duque de Rivas, en el que los domingos por la tarde, de bote en bote, los asistentes coreaban desde el gallinero los puñetazos colosales que los sheriffs propinaban a los cuatreros en las películas del Oeste, que parecían un género menor hasta que con La Diligencia se sumaron a las obras maestras. El Alcázar estaba instalado en una nave desangelada, estrecha y rectangular. Allí gozamos las brevísimas películas mudas de Jaimito --también llamado Tomasín-- que precedían al filme principal. Esta sala quedó en el recuerdo desde que en ella estrenaron, con vitola de gran acontecimiento --lo era-, Blanca Nieves y los siete enanitos. El cuento de los hermanos Grimm en dibujos animados por Walt Disney.

El cine Góngora, elegante local de estética modernista inaugurado al final de la República, turnaba los dramones calificados por la censura de «gravemente peligrosos», como Margarita Gautier de la Garbo o El velo pintado de la Dietrich, con las películas desternillantes del gordo y el flaco -Laurel y Hardy- con las que nos mondábamos de risa. El Gran Teatro y el Liceo -salón principal del Círculo de la Amistad- pertenecían a la misma empresa Guerrero. En el primero se solían exhibir películas patrióticas, folklóricas o edificantes -¡A mí la legión!, Canelita en rama, Balarrasa- y, en el segundo, el más silencioso de la ciudad, filmes extranjeros, con predominio de los italianos. Conservamos en la memoria La corona de hierro, película épica e histórica y A las nueve lección de química, con una deliciosa adolescente --Alida Valli-- que se hizo mujer hecha y derecha en El tercer hombre, mítica película filmada en Viena y sus alcantarillas, por donde huía el malvado Orson Welles, perseguido por una insistente música de cítara que alcanzó tanta fama como la cinta.

El último local para proyecciones cinematográficas inaugurado en la posguerra fue el coqueto Palacio del Cine, que se estrenó con un filme de culto, el Hamlet de Laurence Olivier, que estuvo en cartel más de una semana, que vimos un par de veces y que nos condujo a devorar la traducción de Astrana y Marín que había servido para el doblaje en español. Y, hablando de excelencias, lo que no recuerdo, por mucho que lo hemos intentado, es saber en qué cine asistimos por primera vez a la proyección de la inmortal Casablanca.

* Escritor