Concluido el trienio de la guerra civil, con sus devastaciones físicas y morales, comenzó un tiempo de represiones, retroceso y aldeanismos imperiales. Gran parte de la población, que no podía pagar los precios injustos marcados por los estraperlistas, comía en la calle San Pablo del Auxilio Social que repartían en fiambreras las falangistas uniformadas. Entonces, se difundió una contracultura cutre de antiquísimos postulados: «El buen paño en el arca se vende», «el niño tiene bastante con leer, escribir y las cuatro reglas», «la casa es el santuario de la santa esposa». Apotegmas para la inculta resignación, el machismo y la ciega obediencia a los jefes providenciales. Tenemos en la memoria una frase de Ramiro de Maeztu que, alguna vez, nos leían en el colegio para desactivar sueños e inquietudes: «No envidien nunca la agilidad del pájaro que vuela donde quiere, sino el destino del árbol que muere donde nace». Una mentalidad sedentaria que pervive en ciertas reminiscencias, pues Marañón decía que los efectos perniciosos de las guerras civiles tardan más de un siglo en desvanecerse. Al final de los 50, el mundillo doméstico empezó levemente a cambiar. Vinieron los filtros Argión para desembarrar el agua potable; las ollas Laster que desterraron las larguísimas cocciones; los frigoríficos Kelvinator en sustitución de las neveras, la gran revolución de los colchones Flex… Luego -gran paradoja-, gracias a la llegada de los tecnócratas del Opus al gobierno y a la playa de las suecas en bikini, se olvidó la revolución nacional sindicalista que pedía el camarada Girón, rugiendo como el león de la Metro. Estas evocaciones no las hacemos para despertar nostalgias, sino para verificar que, en poco más de medio siglo -la frase pertenece a Guerra, el político-, no nos conoce ni la madre que nos parió, aunque todavía padezcamos -ay- una democracia inexacta.

* Escritor