Concluida la Semana Mayor, auténtica fiesta de la vida que representa de un modo aparentemente contradictorio una poliédrica plástica de muerte y resurrección, se cumplen en estos primeros días de su Octava Pascual diez lustros desde que, en un hotel de Memphis, asesinaran a Martin Luther King, muerto entonces y ahora, una vez más, resucitado para siempre, también en nuestra estación más florida del año. Mantengo aún grabadas en mi retina las imágenes de tan luctuoso suceso, acaecido el 4 de abril de 1968. La noticia, al traspasar los centenarios muros del lugar donde entonces yo moraba, me impactó sobremanera, y se ha venido a mezclar en mi mente, por los caprichos de la memoria, con el lejano aroma del mosto de aquel año y la explosiva e incipiente primavera que ya se vivía en el Aljarafe sevillano. Tal impacto se debió a ya que por aquellos años, y después también, el predicador de piel negra, que tanto prestigio diera a la confesión baptista, constituyó para muchos estudiantes de mi generación todo un referente en la lucha por la no violencia y la defensa de los derechos humanos. Con su deceso, el doctor King no pudo alcanzar en vida su sueño: el alumbramiento de unos Estados Unidos más libres en los que las personas no fueran ya juzgadas (más bien, prejuzgadas) por el color de su piel.

Muchos hicimos nuestros algunos de sus planteamientos, trasladándolos en ciertos aspectos relevantes a la lucha contra la dictadura franquista. Maldita bala aquella que destrozó a quien cuatro años antes había logrado el Premio Nobel de la Paz. Luther King supo predicar con ardor la libertad y la dignidad para millones de ciudadanos afroamericanos, valores que no pudieron ganarse sin un desafío frontal a la distribución del poder establecido. Con los años hemos constatado que, en cierto modo, las cosas cambiaron en su país o, al menos, así nos lo parece, hasta el punto de haber podido asistir, bastantes años más tarde, al nombramiento en el cenit de la más alta magistratura de la nación más poderosa del mundo a Barack Obama. Es necesario decir, sin embargo, que hasta llegar a este punto, el recorrido no ha sido precisamente un camino de rosas para la población de color en esa su particular batalla contra el racismo. Recuerden si no las temidas tropelías cometidas por el Ku Klux Kan preferentemente en las zonas meridionales del país o, de igual modo, las múltiples represiones llevadas a cabo desde el propio entorno gubernamental.

No cabe duda de que Luther King creyó siempre en la verdad, la misma que supo impregnar en el movimiento que dio forma a tantas reivindicaciones entre los más desfavorecidos. Por ello, tal vez, lo mataran sin piedad, ya que se había convertido en una persona peligrosa para el poder establecido. Su familia así siempre lo entendió: que el propio Gobierno del entonces presidente Lyndon B. Jonhson, de alguna manera, participó en la conspiración para su asesinato. No deberíamos olvidar que, en el año de su muerte, el pastor King ya había lanzado todo un movimiento interracial contrario a la guerra de Vietnam, lo que debió de inquietar de modo especial al director del FBI, John Edgar Hoover, sin duda uno de los personajes más siniestros de aquella Administración. Por ello, su asesinato, al igual que ocurriera también unos años antes con el de John Fitzgerald Kennedy, o un poco después de la suya con la de su hermano Robert, alimentó toda suerte de teorías conspiratorias. Cuando King murió se desataron un sinfín de disturbios, siendo aclamado por todos sus hermanos como el presidente de la América negra, aunque en realidad tan solo fuera un Moisés que no pudo llevar a su pueblo hasta la tierra prometida. Con alma de mahatma, supo aplicar, hasta convertirse en el gran líder del poder negro, las célebres teorías de la desobediencia civil de Henry David Thoreau.

Tengo aún clavada en mi retina la marcha que en 1963 encabezara sobre Washington, y en la que participaron algo más de un cuarto de millón de personas. A su término pronunció uno de los discursos más bellos a favor de la paz y de la igualdad que se hubieran proclamado jamás hasta ese momento. A raíz de aquél simbólico acto, fue recibido en audiencia por el presidente Kennedy, quien se comprometió con él y con otros representantes de los movimientos antirracistas a agilizar su propia política contra el segregacionismo, no solo en las escuelas sino también en el trabajo y en el ámbito del desempleo, que por aquellos primeros sesenta tanto afectaba a la población, y de manera especial a la comunidad negra. Solo por eso, seguro que la vida del doctor King ya mereció la pena ser vivida; y no fue en vano, al igual que tampoco lo sería tras su muerte, ya que muchos fueron quienes siguieron su estela para impregnarse de su espíritu o, al menos, para intentarlo, en este mundo que nos ha tocado vivir y que no se caracteriza precisamente por tratarnos unos a otros como auténticos hermanos.

* Catedrático