Mi vida docente se inició con el exclusivo bagaje académico de una licenciatura en Historia y con el administrativo de un concurso-oposición aprobado, pero sin ninguna experiencia profesional, más allá de las clases particulares que impartía en verano desde los diecisiete años y unas clases prácticas en el Instituto San Isidoro de Sevilla, cuando al realizar el CAP les expliqué a alumnos de COU la Revolución soviética. Comencé a ejercer en un pueblo de Badajoz como funcionario en prácticas a lo largo de mi primer curso, pero nadie supervisó mi actividad, ni el jefe del Departamento (que había aprobado la oposición el año anterior, tras ejercer muchos años como PNN, hoy interino) ni la inspección, de la que no tuve noticia en los nueve meses del curso. Conté con el informe favorable del director, y debo reconocer que con su asesoramiento en varias cuestiones, aunque él era catedrático de Latín. De todo aquello solo conservo mi título administrativo, si bien para obtenerlo tuve que pagar 6.140 pesetas en pólizas. Realizar el Doctorado en Historia no significó ningún reconocimiento profesional, y a lo largo de mi vida docente, en una sola ocasión recibí en clase la visita de una inspectora, pero se trataba de una inspección general del centro. Cuando trabajé varios cursos como profesor asociado en la Universidad de Córdoba, se realizaban unas encuestas en las que, desde el punto de vista de los alumnos, salí bastante bien parado, como se me acreditó por parte del Rectorado en tres de las asignaturas que impartí. En la encuesta también participábamos los profesores, y en ella señalé lo que, desde mi perspectiva, eran deficiencias de funcionamiento del área a la que pertenecía, y aunque iba identificado, nadie me pidió aclaraciones sobre las cuestiones que planteé.

He recordado estos últimos días esos datos por la polémica planteada ante la propuesta de José Antonio Marina acerca de la posibilidad de evaluar al profesorado. Lo considero imprescindible, siempre y cuando también se puedan poner en discusión otros elementos del sistema, porque no he visto, cada vez que se ha hecho un cambio legislativo, una evaluación de lo anterior, un análisis acerca de la necesidad de cambiar o no, y en todo caso qué modificar. Hemos contado con directrices marcadas desde arriba y donde el peso de los pedagogos ha sido, desde mi punto de vista, excesivo. Cuando se implantó la LOGSE, mi Instituto fue el primero de la capital, de los de Bachillerato, incorporado al sistema de manera obligatoria. También nos obligaron a realizar un curso en el mes de septiembre para adaptarnos. A más de uno aquello nos pareció un fiasco, de ahí que cuando uno de los coordinadores de la reforma se dirigió a mi Departamento para que colaboráramos en el curso dirigido a los que se incorporaban, una compañera y yo nos negamos, y el único argumento que pudimos darle fue que no queríamos ser partícipes de algo tan vergonzoso como lo vivido el año anterior, y por mi parte le indiqué que solo me atrevía a intervenir en público sobre cuestiones de las que sabía algo. Otros compañeros sí aceptaron, pero se marchó indignado por lo que le habíamos dicho.

Estará por ver el recorrido que tendrá el Libro Blanco que elabora el profesor Marina, entre otras cosas porque dentro de poco se iniciará una nueva legislatura, y con independencia de su contenido, que desconozco, considero que, en efecto, hace falta darle forma a la carrera docente, algo de lo que se habla desde hace ya bastantes años, pero también estamos a la espera de que por parte de la Administración educativa exista un mayor respeto al docente como profesional. Y desde luego estoy convencido, sobre todo ahora que lo veo desde fuera, de que el buen profesor, como ya dijera Kant, es aquel que enseña a pensar.

* Historiador