La Europa de mala fama, la de imagen canalla y desalmada, la Europa a la que se le culpa de todos los males de este mundo, la egoísta, la esquilmadora de recursos y riquezas ajenas, la que fue creada para asegurar la producción del carbón, del acero, de la energía nuclear la que se propuso no enfrentarse a sí misma nunca más en el campo de batalla; la Europa que siempre renace de sus cenizas, la que tantas veces nos desilusiona y aburre, aquella en la que no confiábamos, la Europa de los mercaderes y los políticos de lujo... vuelve a sorprendernos, quizá a enamorarnos. Esta Europa occidental impasible contra la que con tanta razón bramamos, a la que con tanta razón tanto exigimos, al parecer aún tiene corazón en el pecho de sus ciudadanos: hemos visto aplaudir a los desheredados que llegan a nuestras estaciones, a algún presidente ofrecerles su casa, vemos nuestras ciudades abrírseles; aún no nos lo creemos, pero la vieja Europa acólita del dinero, esclava del progreso, responde con humanidad, se emociona por los ahogados, acondiciona islas y campamentos, regala atención sanitaria, ofrece, en definitiva, alguna esperanza a los que ya no la tenían. Las almas y los pies de ese éxodo imparable no han buscado refugio en las embajadas de los países ricos de sus mismas creencias y cultura, ni en las de los gobiernos de los cantos de sirena del populismo barato, ni en los zaguanes de los gigantes orientales que antaño vendían el humo de un igualitarismo que solo era privilegio de élite. No, vienen al último rincón, difícil, sí, imperfecto, sí, donde aún anida la libertad y cierta esperanza. Bienvenidos.

* Profesor