Hay aniversarios que llegan en momentos en los que hay poco que celebrar. Y el de los 60 años de la firma del Tratado de Roma que fue el acta fundacional de lo que hoy entendemos por Unión Europea podría ser uno de ellos. La decepción, el desencanto, se han apoderado de la ciudadanía ante unos dirigentes que ni siquiera en la elaboración del documento conmemorativo se resistían a aparcar diferencias con la mirada puesta en sus votantes. Sin embargo, la paz y la prosperidad en la que ha vivido en estas seis décadas una Europa con menor o mayor grado de integración indican que el proyecto lanzado entonces por unos visionarios valía la pena. Junto a estos beneficios están los errores, la falta de democracia interna y el alejamiento de los ciudadanos que ven a Bruselas como algo lejano, que no les defiende bien. Quienes creen que hay una alternativa a esta Europa que funciona mal consistente en alzar barreras o aranceles, en dejar de compartir soberanía para recuperarla nacionalmente, en encerrarse en las cuatro paredes geográficas que la historia ha dado a cada uno de los países miembros, se equivocan. La realidad muestra que no hay alternativa a la unión. El terrorismo es un ejemplo de que la renacionalización de las políticas no es una solución. En un mundo interconectado lo que necesitamos es compartir, ser fuertes en la unión. Si hace 60 años Europa resucitó, ahora ha llegado el momento de avanzar para construir lo que los europeos necesitan y reclaman: una Europa social en la que todos nos sentamos representados, integrados y respetados. La UE o será social o volverá a ser terreno abonado para la aparición de charlatanes con nefastas consecuencias como ocurrió en el pasado. Y eso es algo que ningún europeo debería olvidar.