Lo etiquetamos todo para conocer su origen y caracteres, para tener más información; pero también tendemos a etiquetar a todos cuantos nos rodean, cosificando y fosilizando a los demás, y más que para informar para excluir. Y si una etiqueta puede ser tan diversa como el producto que tienes delante, con las personas actuamos de manera mucho más reduccionista, de forma dual e inequívoca, en la que caes del lado cara o cruz.

Socialmente, ya sean familiares, profesores, amigos o enemigos, nos etiquetan sobre nuestra apariencia, personalidad, ideología, credo, aficiones, forma de trabajar, estilo o comportamiento general. Según la posición de quien te califica eres carca o progre, analógico o digital, dulce o salado, creyente o ateo, de derechas o de izquierdas, rico o pobre, liberal o socialista, de campo o de playa, independentista o constitucionalista, del Barça o del Madrid, taurino o antitaurino, y así hasta el infinito dibujando marcos que conforman nuestras filias y fobias. Sin embargo, las etiquetas son conceptos bastante precarios de contenido y aristas, cáscaras llenas de suposiciones que a la larga se convierten en estereotipos injustos, simples y perversos en los que somos encasillados. No tenemos que identificarnos necesariamente por contraposición a otro, ni siempre mantenemos en nuestra vida la misma identidad. La reconversión está a la orden del día.

Además las etiquetas son inflexibles y rígidas. De un lado, nos dan munición para juzgar de forma permanente y apriorística, muchas veces desde el miedo y una supuesta amenaza nacida de la ignorancia. Y de otro, no nos permiten comportarnos de manera diferente a la mal llamada «normalidad». Siempre hay un juicio positivo o negativo que las acompaña. Y si no encajamos en ese perfil robot prefabricado de nosotros nos vemos desembocados a la culpa, la vergüenza o el resentimiento.

Digo esto, ahora que pasó la huelga en la que, frente al discurso entre machismo y feminismo, aparecieron voces discrepantes contra la guerra de sexos y el simplismo con el que algunos han manejado este tema, poniendo al descubierto, además, la discordancia de quienes predican públicamente lo políticamente correcto mientras en su ámbito profesional o privado practican lo contrario. Es lo que pasa con estos líderes de barro que miran más la vanidad de quedar bien en la foto y con el electorado que la coherencia entre pensar, decir y hacer.

Los seres humanos somos inetiquetables, únicos y complejos, evolutivos y dinámicos, multifacéticos y multidimensionales. Cuando aplicamos etiquetas, tanto hacia los demás como también a nosotros mismos, distorsionamos la visión, nos ponemos un filtro y estrechamos la vista. Si el ying y el yang nació en la filosofía china para explicar cómo fuerzas contrarias en realidad pueden ser complementarias; en la cultura occidental, pragmática y urgente, tiene más éxito pensar poco y encasillar rápido al otro. Un error que pasa factura a la convivencia y en el que no debemos caer, anteponiendo la escucha abierta respecto de los demás, y la integridad y honestidad respecto de nosotros mismos.

* Abogado y mediador