Creo que es por pura y simple pereza intelectual. Porque nos cuesta pensar, y más en estos tiempos en los que la atención se nos dispersa tanto, con tantos mensajes y estímulos, es por lo que ponemos etiquetas. Uno se etiqueta a sí mismo y ya no tiene que pensar qué hacer. Uno pone una etiqueta a otro y ya no tiene que pensar cómo es.

Las etiquetas sobre uno mismo se construyen en la familia y en la escuela y, desde luego, en la adolescencia, pero, especialmente, las etiquetas políticas cristalizan en la primera juventud. Uno se percibe a sí mismo de una determinada manera y, si tiene una coherencia personal, intenta que todas sus acciones respondan a esa imagen de sí, lo mismo que su visión del mundo. Si uno dice de sí mismo que, por ejemplo, es de «derechas» (y más si es «de toda la vida») tendrá cuidado con las formas, hablará de «España» como si tuviera la boca llena, sabrá los grados militares y algo de los eclesiásticos, su visión de la historia será imperial, siempre se quejará de los impuestos, su opinión sobre el presidente Zapatero mejor no se escribe… Por el contrario, si uno se califica a sí mismo de «izquierdas» procurará no guardar las formas, España es una palabra que no está en el vocabulario, las Fuerzas Armadas solo se justifican por las misiones de paz y la lucha contra los incendios, la Iglesia es una estructura a eliminar y nuestra historia común es la de una opresión sin límites. Por supuesto, el gasto público es insuficiente y la política exterior es un compendio de intereses de empresas multinacionales. Y, desde luego, Aznar es la suma de todos los males, sin pizca de bien alguno. Uno se pone una etiqueta y se hace de una tribu. Uno se pone una etiqueta y se siente parte de algo. Uno se pone una etiqueta y percibe a los demás como amigos (los de tribus similares), neutrales (los de tribus que opinan de forma similar) y enemigos (los que opinan diferente). Y, como es lógico, a los enemigos, ni agua. Uno se pone una etiqueta y deja de percibir el mundo con la diversidad que tiene, porque se simplifica. Todo se simplifica.

Las etiquetas tienen eso, que todo se simplifica, hasta el pensamiento. Y cuando algo que es complejo, y el mundo lo es, y se simplifica, se hacen y dicen simplezas. Porque es una simpleza la abstención mandada por el señor Sánchez a sus diputados a cuenta del Comprehensive Economic and Trade Agreement (CETA) (ec.europa.eu/ceta). Para empezar porque todo Tratado internacional de comercio no es otra cosa que un marco de posibilidades, un acuerdo para permitir hacer, no un acuerdo para obligar a hacer. Podría darse el caso de que se firmase un tratado comercial y nadie lo usase. Pero es que, además, el CETA es un Tratado que va mucho más allá en las garantías de lo habitual, de ahí que se diga que es un Tratado de «segunda generación», porque la lectura detallada de sus 30 capítulos lleva a la conclusión de que es una magnífica oportunidad de comerciar y trabajar con una economía y un país como Canadá, el país anglosajón posiblemente más cercano a los parámetros sociales y medioambientales de Europa. Posiblemente, el CETA es uno de los mejores tratados que podrían pensarse. De ahí que uno no entienda, salvo porque se ve el mundo con etiquetas que simplifican la realidad, la abstención del PSOE: ¿es que el PSOE no tiene opinión sobre si es bueno o no comerciar con Canadá? ¿Es que el señor Sánchez no sabe si es bueno o no que se pueda invertir allí y aquí con las garantías recogidas en el Tratado?

Mucho me temo que, desde que el PSOE se ha etiquetado a sí mismo ha dejado de pensar. Por pura pereza intelectual.

* Profesor de Economía.

Universidad Loyola Andalucía