Y la Iglesia católica mientras tanto insiste en que hay que guardar silencio en las procesiones, ser respetuosos con los creyentes, permitir que manifiesten su espiritualidad. Pero pocos le hacen caso, a lo sumo una parte de ese 20% que se manifiesta creyente y practicante. Aunque no son suficientes para amortiguar el guirigay de tantas procesiones. La Iglesia tiene, no obstante, razón, el cultivo del espíritu (también vale decir el alma) precisa de recogimiento, de cierto control emocional y libertad íntima para comunicar (comulgar) con aquello que importa al individuo y le hace más profundo.

Alcanzar ese estado de quietud dentro de manifestaciones masivas hoy es un desideratum, un imposible delirio. Las iglesias, o al menos las que provienen del Libro, sólo alcanzan la aceptación y sumisión de gran número de seguidores mediante la amenaza con ciertas formas de infierno y el aplastamiento civil del heterodoxo o discrepante. Ahora esa forma de perpetuar la espiritualidad resulta imposible. Hace décadas, que sobrepasan el siglo, que en Europa el hombre comenzó a buscar un sentido más auténtico y trascendente a su vida de otras mil maneras, investigando normalmente en caladeros que la Iglesia le había negado: naturaleza, el arte, la poesía, otras religiones menos punitivas...

No obstante, el tránsito del hombre hasta liberarse de las amenazas de los viejos dioses (o los nuevos tras customizar sus viejas tallas) está resultando demasiado duro para la mayoría, no tanto por quedar fuera del anillo protector de los antiguos sacerdotes, sino por su incapacidad para sobreponerse a las tecnologías (máquinas) que le conducen en volandas hacia una nada consumista que se conforma con las satisfacciones más epidérmicas: alimentarse (mal), hablar (de casi nada), viajar y relacionarse (mucho) y jugar, jugar todo el tiempo con las máquinas móviles que han dispuesto en nuestras manos y frente a los ojos.

Este hombre sin espiritualidad empieza a ser, curiosamente, un hombre que se viene desconectando de esa angustia llamada miedo. Asimila con enorme rapidez las condiciones del momento: paro, precariedad, inestabilidad, emigración... y decide aprovechar su tiempo como si pudiera ser feliz. Porque, ¿de qué otra manera se puede entender que en la presente Semana Santa la ocupación hotelera supere el 90%, se den más de 5 millones de vuelos en avión, casi 15 millones de desplazamientos en automóvil, en un tiempo de amenazas locales sin fin y un mundo en convulsión donde un loco que manda demasiado le da por lanzar bombas a capricho?

Necesitamos un mayor cultivo de la espiritualidad precisamente para protegernos de la barbarie tecnológica y tanto dogma religioso y político. Mas, como vemos, el hombre moderno (conciencia de individualidad) y el democrático (conciencia de sociedad) no solo no logran afianzarse en el mundo sino que se caen en pedazos en la misma patria donde nacieron: Europa.

* Periodista