Hace exactamente un siglo, en nuestro país se vivía la situación político-social de una tormenta perfecta. En el inicio de aquel estío, a la fronda de un buen número de parlamentarios se le unía la castrense representada por las Juntas Militares de Defensa y el movimiento contestatario intra moenis se encontraba en inminente trance de ser reforzado por la prevista huelga del sector más dinámico de la Unión General de Trabajadores, el ferroviario. Y todo ello con angustioso telón de fondo para el establishment del poderoso eco alcanzado ya en la opinión pública por el primer gran acto de la Revolución rusa: el derrocamiento del zarismo y la constitución de una república burguesa, simple antesala, para los más buidos comentaristas políticos de la época así como para muchas cancillerías, de un régimen comunista. Finalmente, una incontenible inflación por la continua demanda exterior de toda suerte de bienes del país neutral más importante en todos los aspectos del Viejo Continente, ensangrentado y desnortado en una guerra por vez primera de dimensiones planetarias, completaba el negro panorama que envolvía a España al comenzar el verano de 1917, fecha clave en los destinos del mundo y también en los de nuestro país, y tras la que ya no sería nada igual en entrambos...

El llorado J.A. Lacomba, valenciano andaluzado por deseo e incontables trabajos de superior mérito, estudió de forma descollante el decurso de la coyuntura española a la luz de la triple crisis mencionada. Se alzó su telón el 6 de julio de 1917 con la reunión ilegal en el Consistorio de la Ciudad Condal de 59 parlamentarios, 39 de ellos pertenecientes a la Cámara Baja y el resto a la Alta, cuyas sesiones estaban suspendidas desde meses antes y cuyo restablecimiento constituía el requerimiento principal de los congregados en el Ayuntamiento barcelonés. En caso de respuesta negativa del gabinete Dato, la de los frondistas sería convocarlas en la Ciudad Condal el 19 del mismo mes de julio. La grave tesitura que remecía a la nación justificaba su actitud. No fue, sin embargo, del mismo parecer el galaico presidente del Gobierno de España con el que, al día siguiente --esto es, el 7 de julio--, se reunieron en Madrid. Dato, la cortesía encarnada según todos los coetáneos --en las despedidas de las llamadas telefónicas con señoras lo hacía inclinando la cabeza--, rechazó in totum la propuesta y solo admitió a título de sugerencias algunas de las restantes peticiones de sus interlocutores. Con gran sagacidad, el ministro de la Gobernación, el prohombre cordobés José Sánchez Guerra, subrayó a los comisionados que el gabinete tendría muy en cuenta la opinión del muy respetado general Mariana, de oriundez catalana, una vez regresado de Barcelona, a la que se había trasladado con anterioridad para conocer en directo las quejas y solicitudes de su guarnición castrense y, en particular, la de su famosa Junta de Defensa, matriz de las restantes esparcidas por toda la geografía nacional.

Los dados estaban echados para que el país asistiese, en vilo, a una de las más trascendentales partidas registradas en su muy vieja historia, como nación la más antigua de Occidente.

* Catedrático