España es diferente. Esa frase propagandística fue acuñada en el ministerio que ocupó Fraga Iribarne durante la dictadura. Una afirmación con retranca galaica. Lo mismo servía para reconocer que éramos un país con sitios, cultura, paisajes y monumentos singulares que para exaltar a un régimen que, según sus aduladores, había creado un sistema político diferente, original --la democracia orgánica--, que copiarían en otras naciones. Toma adivinanza.

Ciertamente nos diferenciábamos de nuestros vecinos. Estábamos inmersos en una dictadura férrea y proteica que, en su afán de eternizarse, lo mismo reverenció a Hitler que a Eisenhower. Durante aquel tiempo largo, espeso, pálido y represivo, España, por tener un gobernante que se había alineado con el Eje, no pudo gozar del plan Marshall que reconstruyó Europa encaminándola hacia una prosperidad, cuyos reflejos aquí llegaron muy tenues, retardándose una recuperación que era imprescindible tras la guerra civil más destructiva y mortífera de toda nuestra historia. Por eso, apena, entristece que, tras 40 años de democracia sin adjetivos, sigamos siendo diferentes, en determinados hechos y tratamientos políticos que resultan muy difíciles de comprender y asimilar en la Unión Europea, engendrada tras la Segunda Guerra Mundial.

En Alemania, Hitler; en Italia, Mussolini; en Francia, Petain; en Portugal, Oliveira Salazar, son autócratas despiadados sobre los que cayó, con todo el peso de la equidad y la razón, la damnatio memoriae, esa condena hasta del recuerdo que practicaron en la clásica Roma imperial. Aquí, sin embargo, seguimos subvencionando la fundación concebida para expandir un legado que en otros países, como Alemania, es delito. Manteniendo símbolos periclitados, tanto en el monumento funerario de Cuelgamuros como en la hospedería adjunta, donde, hasta la vajilla, sigue llevando el blasón que el dictador escogió para su vanagloria. Conservando una abadía al frente de la cual han colocado a un individuo que, antes de hacerse fraile --oh, espanto--, estuvo en las listas electorales de Falange Auténtica --auténtico grupúsculo neofascista-- que alcanzó 5 mil sufragios populares. Una situación tan rocambolesca como kafkiana, que ya es hora de superarla, de que concluya definitivamente. No por afán de reabrir heridas, como algunos pregonan con malevolencia, sino para cerrarlas de una vez para siempre y, sobre todo, porque lo que está sucediendo es extemporáneo e incomprensible en el ámbito político en el que nos desenvolvemos desde que se produjo «la devolución de España a los españoles». El entrecomillado es de Julián Marías.

Como por fortuna vivimos en la que Popper llama «sociedad abierta», todas las incongruencias que subsisten en nuestra democracia, deben de ser enmendadas, entre muchos motivos, porque nos visitan muchos foráneos y convivimos con abundantes corresponsales de medios informativos extranjeros que, al contar lo que aquí sigue sucediendo con el franquismo, más o menos residual, deja desconcertada a la comunidad internacional. Gentes que, en su mayoría, conocen muy poco a España, pero que cuentan con una élite influyente que ha leído ¿Por quién doblan las campanas?, Los grandes cementerios bajo la luna o Paracuellos como fue, y que cada día admira más aquel alarido plástico --el Guernica-- que denunció urbi et orbe la más bárbara masacre urbana perpetrada durante la guerra civil. Sí, una denuncia pictórica que pervivirá secularmente. Hasta cuando nadie sepa, ni le importe, dónde está sepultado el cooperador necesario del bombardeo.

Aunque solo fuera para que España dejase de ser diferente --lamentable característica de la que, a veces, se valen para denigrar al Estado provocadores tan fumosos como el huidizo y retorcido Puigdemont--, debería de terminar la tácita tolerancia que existe sobre el último dictador, amparada por unos mínimos seguidores ruidosos que dañan exteriormente --está comprobado-- nuestra imagen democrática y, a veces, hasta dificultan el correcto cumplimiento de las órdenes internacionales.

Tolerancia que, de puertas adentro, sufriría un golpe definitivo si el partido conservador se atreviera a condenar, en sede parlamentaria, sin restricciones mentales, la dictadura que todavía colea. Actitud deseable pero que se nos antoja utópica pues, en este tema, escurrir el bulto le proporciona votos, aunque tal comportamiento --insistimos-- difícilmente puede ser entendido en el mundo occidental que, desde mediados del siglo pasado, repudió para siempre «las técnicas totalitarias de envilecimiento» --así llamadas por el filósofo católico Gabriel Marcel--, y que, ahora, vive sujeto al democrático imperio de la ley que, como se ha comprobado recientemente, encarcela, para el resto de sus días, a genocidas tan acreditados como el serbio bosnio Radovan Karadzic.

* Escritor