La acogida del Aquarius y el anuncio de retirada de las cuchillas de la valla de Melilla han situado al Gobierno de Pedro Sánchez en el centro del debate de la migración. Dos acciones dictadas por el respeto a los derechos humanos que colocan a Europa frente al espejo. ¿Debe seguir permitiendo que la ultraderecha influya en su política migratoria o retoma las riendas de la crisis y traza un plan de acción que no traicione sus valores fundacionales?

La inmigración no acabará con Europa, como claman las voces insolidarias, es la actuación de nuestras instituciones la que pone en riesgo una unión forjada en el respeto a la dignidad humana, la libertad, la democracia, la igualdad y el bienestar. Ningún país está libre de vergüenza. La brutalidad ha sido moneda corriente en las fronteras de Hungría, Croacia y Bulgaria. Oxfam ha denunciado abusos intolerables de la policía de fronteras francesa a los niños refugiados antes de devolverlos ilegalmente a Italia. España tampoco está libre de la infamia del maltrato a inmigrantes en las fronteras.

En una Europa aún estremecida por la dura crisis económica, la llegada masiva de refugiados desbordó a los gobiernos y a las instituciones europeas. El actual sistema de cuotas y el reglamento de Dublín, que obliga al migrante a solicitar asilo en el primer país que pisa, son ineficaces, injustos e insolidarios con los propios países de la Unión. Hacer concesiones a la ultraderecha es un suicidio político: primero sobran los inmigrantes. Después, los pobres, los conflictivos… El Consejo de Europa del 28 y 29 de este mes es una oportunidad para que la España de Sánchez sume sus esfuerzos con otros socios naturales, como la Alemania de Merkel, para hacer frente a los populismos y liderar la Europa de los valores democráticos. Está en juego nuestro futuro y, también, nuestros derechos.