Las Olimpiadas siempre dejan un buen sabor de boca. Un espectáculo deportivo de tamaña significación siempre es caldo de cultivo para generar un espíritu pletórico, con buenas sensaciones. Nada extraña, cuando desde hace siglos en la antigua Grecia ya estaban sembrados de buenos augurios y eran entendidos como algo excepcional; incluso para establecer la tregua sagrada cesando las guerras. Actualmente comportan igualmente un esfuerzo mundial por hermanar hombres y países. Las olimpiadas nos trasmiten los mejores valores del ser humano en sana competición y rivalidad. Ahí están para que disfrutemos con los mejores deportistas del mundo, los mayores récords en las diferentes disciplinas; la satisfacción de observar metas inconmensurables, hazañas constantes de superación de unas a otras ediciones. Permiten la coexistencia durante varias semanas de hombres y mujeres de mundos distintos y distantes, tan diferentes en parámetros económicos y sociopolíticos, conjuntados en un mismo tiempo y espacio. Cómo no disfrutar a lo grande con medallistas de la altura de Michael Phelps, uno de los mejores nadadores de todos los tiempos (28 medallas, 23 de oro, tres de plata y dos de bronce...); cómo no deslumbrarse con la pequeña e inconmensurable Simone Biles (cuatro de oro y una de bronce), luchadora existencial, capaz de volar por los aires dejándonos asombrados; cómo quedarse impasible ante la insultante superioridad del velocista Usain Bolt (Con 6 oros olímpicos, 8 oros y 2 platas). Como tantas veces se oye decir, son los mejores, no basta con ser buenos; están revestidos de un halo de genialidad indiscutible. Todos ellos, en el sinfín de deportistas olímpicos, nos proyectan un mundo fantástico de triunfo. Pero no solo eso. Sus lecciones van más mucho más allá. En el deporte olímpico apreciamos un afán envidiable de motivación, superación y triunfo; aspiraciones elevadas que alcanzan metas inalcanzables. Además de un despliegue fabuloso de valores humanos de convivencia, solidaridad inusual entre atletas y respeto absoluto; en un clima de igualdad a pesar de las diferencias abismales entre ellos y sus países. Las Olimpiadas son, y deberían ser, pura pedagogía de vida. Los deportistas son un ejemplo de trabajo, disciplina y abnegación con conseguir las metas más altas; los podios más elevados. Son un ejemplo admirable. No solamente para el deporte, sino para todos los órdenes de la vida. La televisión nos ofrece los records maravillosos, los rostros de hombres y mujeres sobrehumanos que demuestran capacidad, habilidad, eficacia, inteligencia, etc. Las sonrisas y alegrías de la victoria..., la satisfacción infinita del metal. Nadie habla, sin embargo, de sus silencios cuando pierden, cuando callan; nadie habla de sus muchas horas de entrenamiento durante años; de sus privaciones, abnegación y entrega; de los sólidos apoyos inquebrantables de la familia y amigos. Quizás debieran los medios de comunicación, junto a lo uno, enseñarnos lo otro. Para que viéramos y vieran los jóvenes que se puede aspirar muy alto; que se puede llegar muy arriba --incluso más de lo que uno piensa--, pero que aquí nadie regala nada. Todo está siempre acompañado de un esfuerzo ingente; de un trabajo y una dedicación gigantesca. De verdad que son geniales, pero su victoria no es una gracia del cielo. Mucha de la superdotación que muestran --si no la que más-- es fruto del trabajo, del esfuerzo y de la disciplina de muchos años. Esa lección no puede quedar oculta.