Le parece absurdo al director del la RAE la propuesta de feminizar la Constitución. Y puede que lo sea... o no. Tengo mis dudas. De lo que sin embargo no me cabe la menor duda es de lo mucho que nos queda por avanzar en algo tan simple como la sensibilización social ante comportamientos cotidianos absolutamente machistas que se toleran sin más, mientras causa estupor el lenguaje inclusivo en el que nuestra cordobesa vicepresidenta está empeñada.

El sábado pasado disfrutaba de una apacible mañana de playa en un pueblo de la costa donde pasé mis mejores veranos (¡Ay aquellos veranos de bicicleta, moragas y amores de verano tan intensos como efímeros!), cuando reparé en los miembros de una familia que bajo su colorida sombrilla hablaban de Cordoba. No me extrañó en una playa en donde aún hoy en cada metro cuadrado de arena hay más cordobeses que en un metro cuadrado del bulevar comiendo churros de Milán.

No fue esto lo que me extrañó, sino la actitud de la señora de unos 70 años que de manera evidente era la esposa del señor sentado en la silla de playa bajo la sombrilla, la madre de la chica de unos 35 que estaba al lado con su marido y la abuela del niño que jugaba con la pala y el cubo. A mediodía todos parecían absortos en su lúdica mañana y poco dispuestos a recoger, menos ella. Trajo agua en el cubo varías veces para limpiar las zapatillas del marido; sacudió las toallas y alfombrillas, las dobló y guardó primorosamente en una mochila en la que también metió los bronceadores, las gafas y los restos de los bocadillos; extrajo la sombrilla y la recogió con primor guardandola en su funda, y cuando todo estaba perfectamente recogido, hizo lo que nunca hubiera imaginado: se arrodilló en la arena y tirada a los pies del patriarca, le calzó las zapatillas como si de un rey se tratara mientras este refunfuñaba porque el velcro se lo había puesto un pelín torcido. Luego se levantó en silencio y le ayudó a meterse, una y después la otra, las mangas de la camisa, para terminar recogiendo y plegando la silla en la que hasta entonces el gran señor había descansado, para emprender la huida «esclava» de la playa cargada con mochila, palo y silla.

Justifique inicialmente aquel espectáculo por creer que algún impedimento físico debía tener el señor, así que cuando comprobé que no era así y que se alejaba para siempre de mi vida, erguido y ufano, marcando el paso delante de ella y hasta la distancia, me lamenté amargamente de no haber sido capaz de hacer algo que no hubiera sido solo mirar.

Lo de la RAE es una anécdota, la realidad de muchas mujeres, un auténtico drama.

* Abogada