Acabo de leer República luminosa, de Andrés Barba. Un libro deslumbrante, y no es un juego fácil de palabras. Esta novela, ganadora del último premio Herralde, plantea una fábula inquietante, que zarandea el arquetipo de la infancia como Paraíso Perdido. O pudiera afianzarlo, porque todo Edén se acompaña en su reverso de un Infierno. Treinta y dos niños siembran el terror en la apócrifa y selvática ciudad de San Cristóbal. Y los cristobalinos no se enfrentan a toda esa panoplia devaluada de zombis o chavales vampiros. La suya es una violencia naif y lúdica, descorsetada de los correajes que cinchan las miserias y frustraciones de la madurez. No es el de Barba el único derrotero de este miedo atávico. William Golding hizo clásica otra República imberbe en El señor de las moscas, y no hay mejor acompañamiento para el escalofrío que la cadencia de las voces blancas de una escolanía atravesando un pasillo oscuro.

Estoy seguro que esta obra de Andrés Barba no ha sido impulsada por un habilitado de clases pasivas, pero podría espabilar a tanto niño eterno, que hasta frisa el medio siglo con un sentimiento infantiloide de la vida. Es la visión coherentemente despreocupada de quienes asumen, a fuer de resignación, que su jubilación será un parque temático, bonos canjeables por toda aquella santificada liturgia de la EGB, salvo que el cupón no te valdrá para un chicle bazooka, o una viena y una chocolatina, sino para pañales y apósitos para la dentadura.

Las pensiones irrumpen en la contienda política; pero no como una planificada estrategia transformadora. Más bien asoman como suricatos o perritos de las praderas, con las intermitencias del sol que más calienta, y como contrapeso al hartazgo de la cuestión catalana. Tan enrabietados tambores de guerra se nuclean en los actuales pensionistas, los que han sostenido la lumbre familiar en estos años bárbaros; el parco refugio que ahora considera insuficiente esta subida salarial de una cuarto de punto. En las antípodas de esa extraña coetaneidad se sitúan los que miran con sarcasmo a los mileuristas, jóvenes aún más sobradamente preparados que miran con sana envidia aquella reivindicación a.c., siglas que serían para antes de la crisis, pero que en su imposible también se modulan para antes de Cristo. Aquí la cuadratura está mascada: ¿dónde estará este bagaje de años de cotización que haga viable el Grial de la paguita y el banco con las palomas?

Y en medio están los que escuchamos el atronador rugido de la cascada, los conejillos de Indias de esa transición. Los que inauguraremos el Parque temático y pondremos la otra mejilla a tanta demagogia. Creámonos que no hay dinero para milagros, pero exijamos fórmulas más audaces para capitalizar el esfuerzo de toda una vida laboral. Flota una preocupante sensación de priorizar el pan para hoy, porque los votos nunca se afrontan como créditos a largo plazo. Y puestos a delirios conspiranoicos, la cuestión catalana es un buen argumentario para centrarse en los árboles, y olvidarse del bosque, para que el Pacto de Toledo sea un cuento de hadas que seguiremos narrando a los mocitos viejos.

Acaso se acabe la época dorada de las jubilaciones anticipadas. Y la cuarta edad --la población que supera los ochenta-- tendrá un peso específico, cuanto antes esa púrpura era solo privilegio de los Papas --desde luego, hay que animarse viendo a Jane Fonda--. Creatividades y no impasividades, es lo mínimo que exigir a los que gestionan la Caja Única.

* Abogado