LLeilah Broukhin, una bailaora nacida en Nueva York, hija de padres iraníes y sefarditas, dejaba huellas en la noche del otoño sefardí con su espectáculo junto al Guadalquivir, por donde ya también las habían dejado el Banco Pez de Luis Celorio y el Ganso Oca del río. La Torre de la Calahorra, los gitanos que cantaban y tocaban y ella, Leilah la bailaora, eran el arte delante de un escenario de siglos que inspiró el escudo de Córdoba: la Mezquita, el Seminario, el Palacio Episcopal, el Puente Romano y la Puerta del Puente, donde antes Klara la violinista nos convocaba los fines de semana, un monumento por el que intenta pasar toda la ciudad, sea en carrera oficial, bajo palio y en procesión o en plan atleta, como los miles de corredores de la Rock FM Night Running de la Cope. El río, antes murallón y miseria, era la otra noche, cuando la bailaora neoyorquina ofreció su espectáculo Dejando huellas en el entorno de los patos, el agua y los sueños, el mejor escenario para conquistar a espectadores de lenguas foráneas, que eran turistas -para los que septiembre es mayo-- casi todos los que cruzaban el Puente Romano. También era escenario de lujo de la ciudad la iglesia de la Magdalena, aquel templo que ardió el siglo pasado, donde el domingo Fernando Arrabal, de padre cordobés, un autoexiliado de lujo en Francia, inauguró Cosmopoética con el talante que utiliza para cuando exigen su presencia pública, la misma filosofía de diciembre de 1978 en Huelva, donde participó en la IV Semana de Cine Iberoamericano y escribí de él. Cosmopoética combina escenarios pragmáticos --el Instituto Séneca-- con otros de belleza indiscutible --la Fundación Gala, la Sala Orive o Filosofía y Letras--, y en su filosofía, la del hombre del paraguas con el eslogan «Nadie escapa de la poesía», se resume la esencia del ser humano cuando todavía nadie le ha torcido las líneas de su escritura para conseguir, como sea, a toda costa, un espacio al lado de los poetas del mundo. Iban a dar las once de la noche y el obispo, junto con otros dos sacerdotes, los tres con estricta indumentaria clerical, pasaban por la calle Torrijos, junto a la parada de taxis, en la puerta del restaurante El Bandolero, antiguo Mesón del Conde. Uno de los curas volvió la cara hacia don Demetrio para decirle que le había enseñado a alguien «la catedral, para que lo viera todo»; la otra parte del monumento, la Mezquita, al parecer no era para la clerecía uno de los escenarios singulares que había que enseñar de la ciudad. Aunque en ella se expongan cuadros del IV Centenario de Antonio del Castillo. H