Empiezo este artículo consciente de que su contenido me acarreará las críticas de muchos lectores, amparados algunos de ellos en esa costumbre hoy tan habitual de suscribir sus opiniones mediante pseudónimo (¿dónde quedaron el nombre y los apellidos, banderas de uno mismo ante el mundo para bien y para mal?). No se puede mentar la soga en casa del ahorcado, o pretender que quien vive de una manera lo haga de otra porque desde fuera cueste entenderlo. Pido, pues, disculpas, de entrada. No pretendo cuestionar a nadie, y mucho menos poner en solfa valores idiosincrásicos con los que, es evidente, se siente a gusto una parte significativa de la población (no así otra); pero Córdoba es ya una ciudad maravillosa, y con muy poco esfuerzo por parte de todos podría convertirse además en modélica. De ahí mi reflexión.

Las más recientes normativas sobre saturación acústica (OMS) establecen los límites de soportabilidad humana en 65 decibelios en la calle y unos 30 en el interior de nuestras casas. Estos valores se ven sobrepasados holgadamente a diario por obras, bares, veladores, discotecas, conciertos, ambulancias, policía, bomberos o verbenas. Lo saben bien quienes tienen la mala fortuna de vivir sobre una terraza de moda, junto a una sala de fiestas de cualquier tipo, o en calles y avenidas con tráfico denso. Eso, por no hablar de los espectáculos y actuaciones patrocinados por las propias administraciones, o las mil y una expresiones de cultura popular, como el botellón o las copas fuera de los locales, que solo se disfrutan plenamente si se hacen a voz en grito. Lo sé: somos un pueblo mediterráneo y usamos la vía pública como espacio de socialización y esparcimiento, de convivencia y disfrute comunitario. Signos de identidad, como lo son también la siesta o el trasnoche, que envidia y critica por igual medio mundo. El gregarismo, las buenas temperaturas, las muchas horas de luz, y una tradición de siglos, son justificantes suficientes a la hora de explicarlo.

Sin embargo, esta forma de concebir la diversión tiene una contrapartida extraordinariamente cruel y despiadada para aquéllos que no la comparten: ansiedad, nerviosismo, falta de sueño, etc., que con frecuencia derivan en importantes problemas gástricos, respiratorios, cardiovasculares, hipertensión, sordera, estrés, desarreglos emocionales y hormonales, cefaleas, migrañas, irritabilidad, etc. Hablo de ancianos, enfermos, o simples ciudadanos que desarrollan su vida conforme a las más estrictas normas de convivencia, y ponen su máximo celo en no molestar jamás al vecino. Razón por la que les cuesta aún más entender por qué a ellos, en cambio, sí se les puede fastidiar con toda la impunidad del mundo; por qué las instituciones responsables no toman medidas contundentes al respecto y desplazan bares, veladores, aglomeraciones o espectáculos necesitados de megafonía fuera del centro urbano; por qué se ven obligados en muchos casos a cambiar de domicilio y a malvender o mal alquilar sus viviendas por un problema sobrevenido del que les protege la ley; por qué a nadie parece interesarle el tema, hasta que lo padece. Se puede así llegar a comprender que eventuales patrullas de vecinos desplacen de vez en cuando los botellones o cierto tipo de fiestas ante la vivienda de los regidores públicos, a fin de que prueben en primera persona de su propia medicina. La desesperación no entiende de reparos morales; y el ruido es una tortura que puede provocar demencia, pérdida de control, incluso la muerte.

Reivindiquemos, en definitiva, nuestro derecho fundamental e inalienable a la salud y a la integridad física y mental; una ciudad tranquila, silenciosa, limpia, pulcra y educada, en la que convivir no implique molestias para nadie, sino solaz y gratificación. Ya lo dije una vez: el silencio también es cultura; matiz definitorio; invitación a la lectura, a la reflexión sosegada, a la charla compartida; símbolo de introspección, puerta de la sabiduría, espejo de poetas. La bullanga, las voces, el ruido gratuito, en particular si es a deshora, nos desprestigian ante el mundo; convierten en verdulera (metafóricamente hablando) a la más noble de las damas. Es la diferencia, bien apreciable por todos, entre la transparencia del aire un día de sol en primavera tras una larga noche de lluvia, y una tarde plomiza de julio asfixiada por el peso inmisericorde del calor, la contaminación y las impurezas; entre respirar a pleno pulmón, y sentir que los pulmones no te oxigenan; entre el sonido cadencioso y vitalista de los mirlos, y el hablar a gritos porque el ruido y la falta de civismo impiden que nos entendamos.

* Catedrático de Arqueología UCO