He copiado el título de este artículo de una entrada en una web norteamericana, cuyo título completo era: Europa está envejeciendo: es tiempo de invertir en los jóvenes. Quizás era un título interesado: conviene que los jóvenes estén muy bien preparados, porque ellos son los que van a pagar mi pensión y atender la residencia donde envejeceré.

Pero, para mí, ese título es mucho más expresivo: ¿cómo podemos ayudarles a prepararse para el mundo que viene? El lector puede decir que... ya se cuidarán ellos. Pero me parece que un deber mínimo de equidad intergeneracional nos obliga a pensar cómo debe cambiar el mundo que les vamos a dejar.

La tecnología está cambiando el futuro del trabajo. Ya lo sabemos. La historia nos muestra que esto ha pasado ya otras veces, y tuvimos que aprender, con mucho dolor, en medio de situaciones de pobreza, desempleo, tensiones sociales y movimientos revolucionarios. Por tanto, aprenderemos.

Cuando las circunstancias laborales cambian, necesitamos dos tipos de soluciones. Unas, que hagan posible el cambio necesario: tratar de frenarlo no es una buena idea, como aprendieron los que quemaban las fábricas en el siglo XIX. Y otras, que lo hagan menos doloroso. Ya tenemos algunas de estas últimas: seguro de desempleo, sanidad gratuita, educación subvencionada, ayudas a la vivienda social... Pero nos queda mucho que aprender.

Y como hemos de invertir en los jóvenes, voy a centrarme en ellos y, concretamente, en la enseñanza profesional y universitaria, que necesitarán cambios muy importantes. Y aquí conviene hacer un ejercicio de realismo: cuando uno se sube a un árbol, no se le ocurre cortar la rama en que está sentado. No va a ser fácil cambiar los hábitos de nuestros centros de enseñanza. Pero va a ser necesario.

A la universidad se llega por la escalera de la edad, desde abajo, porque se piensa que uno necesita una inmersión en formación antes de empezar a trabajar. Pero en el futuro necesitaremos varios periodos, no solo de actualización, sino de verdadero cambio de carrera. Habrá que crear varias puertas de entrada, a diversos niveles, con diferentes edades y para distintos objetivos.

Y tendremos que cambiar los contenidos. Lo que en el futuro contará no es saber cosas, sino saber pensar y desarrollar capacidades. Por tanto, menos especialización: carreras transversales, multidisciplinares; no bastará añadir un curso de literatura a una carrera de ingeniería. Rompamos la estructura de facultades y departamentos. Claro que también necesitaremos especialidades; por eso necesitaremos trayectorias distintas, para los que enseñen psicología a un joven de 20 años o a un director de personal en los 50.

¿De dónde saldrán las ideas? Ahora decimos: de la universidad. O sea: profesores, a investigar. Pero, de verdad, ¿de dónde vienen las ideas? De las empresas, de la experiencia, de centros de investigación... John Newman decía que la universidad debe propagar las ideas, no crearlas. O sea, dinamitemos las carreras docentes centradas en la investigación que tenemos ahora, y abramos un abanico de vías alternativas. Poco a poco, la sociedad ya ofrece muchas alternativas.

Formar, ¿en qué? En cabeza, manos y corazón. Necesitaremos cabeza, ideas, conocimientos, intuición... sobre filosofía, ciencia, arte... para trabajar con los ordenadores que se convertirán en nuestros socios imprescindibles. Necesitaremos manos, capacidades, para ayudar a los ordenadores a diseñar, personalizar los bienes y servicios, trabajar en equipo con las máquinas y con las personas. Y necesitaremos corazón, capacidades sociales, sobre todo en temas de salud, cuidado, educación, ocio.

Nuestras universidades acabarán siendo centros de formación generalista, no solo especialista, donde se combinen distintas disciplinas para atender las necesidades de unos estudiantes que vendrán con varias edades y experiencias, para conseguir aprendizajes, conocimientos y capacidades nuevos. Algunos hablan de «multiversidades», en vez de universidades.

¡Ah!, y no hemos dicho nada de las empresas. Porque ellas, lo mismo que las onegés, las administraciones públicas y otras muchas instituciones deberán ser también centros de formación y desarrollo de las personas, donde nuestros jóvenes aprendan conocimientos, capacidades, valores y virtudes, en colaboración con las escuelas y universidades. Bonito, ¿no?, pero ¿realista? Bueno, ya lo veremos...

* Profesor del IESE