Esta Semana Santa he sido un privilegiado. No, no lo digo porque me haya salvado de carreteras atascadas o de multitudes en playas o calles. Lo digo porque he vivido en las Ermitas. Allí las horas me han hecho regalos tan valiosos que no se pueden comprar. Allí he conocido cómo es el espíritu del viento. He podido escuchar el alma de los pinos cuando las brisas los peinan. Al amanecer, me he sentido dentro de un diamante. Los montes al atardecer se convertían en sueños de paz donde mi vida se acompasaba confiada. En las noches he podido tocar las estrellas y ver Córdoba a mis pies, como una inmensa joya iluminada que durmiese en su belleza. Pero sobre todo he comprobado que lo que de verdad le da vida al mundo somos los seres humanos. ¡Qué soledad la del Universo si no existiese una conciencia que lo contemplase! En las Ermitas mi alma ha saboreado el tesoro espiritual de los carmelitas descalzos. La serena sabiduría del padre Luis, el prior; la honda experiencia del padre José; la ternura en la permanente sonrisa del hermano Julio; la mirada tan acogedora del hermano José. Y ¡qué hubiese sido de nuestro espíritu si María José no nos hubiese alimentado nuestro cuerpo! Santa Teresa decía que Dios también se halla entre los pucheros. Sí, he sido muy afortunado, porque en esta vida lo que de verdad vale para mí es lo que no puedo comprar con dinero, sino que me lo tienen que regalar en un acto de puro amor. He sido muy afortunado porque en esas soledades he sentido el aliento de la vida, que es el pálpito, sutil y misterioso, de Dios.

* Escritor