Trato de pensar en una diferencia significativa entre este último ataque y otros más lejanos. Supongo que hay varias maneras de enfocar el asunto. Si pensamos en los culpables de los asesinatos, no hemos cambiado tanto: trece años después, los autores son los mismos. Efectivamente, no se requiere la misma logística para un gran atentado como el de Madrid --que paralizó de verdad la ciudad, reventando esa red arterial del transporte ferroviario y causando 191 muertos y nada menos que 1857 heridos--, que para conducir un camión homicida en una vía pública; pero el fanatismo, la locura y su voluntad de destrucción, de quebrar la moral de una sociedad, sí son los mismos. No debemos perdernos en las motivaciones de los terroristas, no debemos caer en ese laberinto de pasiones que es tratar de entender una pretendida afrenta previa, porque el ánimo está ahí, con su deseo de daño. Claro que se puede dialogar con un musulmán, como con un cristiano o con un budista, como con un militante de la extrema derecha, o de la extrema izquierda, que no ejerzan la violencia para convencernos de sus argumentos. Se puede dialogar con todo el mundo, siempre y cuando tu interlocutor no pretenda anular tu propia convicción a fuerza de mamporros, de metralla o de miedo. El asunto no está en la ideología de quien tenemos enfrente, sino en su manera de vivirla y expresarla. Alguien dirá entonces que el Islam es una religión mucho más propensa al exceso del radicalismo, pero sería igual que meter a todos los vascos en el mismo saco del terrorismo etarra. Se pueden compartir, eso es cierto, algunas coordenadas, pero no es verdad que todos se unan en una misma visión de la violencia: como prueba, las diversas manifestaciones de colectivos musulmanes, en Barcelona y el resto del mundo, condenando el último atentado. Es más: ni siquiera el hecho de no haber condenado ese atentado, por mucho que nos duela y nos indigne, significa necesariamente que se esté a su favor, como no todo el mundo que calla en Cataluña está a favor de la independencia; sencillamente, resulta que los verdaderos culpables son los asesinos, con sus inductores.

No, por el lado de los autores no encontramos una gran variación. Pero sigo intentando distinguir aquello que nos diferencia, como sociedad recién golpeada, entre el 11 de marzo, por ejemplo, de 2004 en Madrid, y el momento actual. No tenemos el mismo clima político --seguramente peor, ahora, por el descrédito y también por el cansancio ante el desgaste continuo de las instituciones y la incapacidad de la izquierda para ofrecer una verdadera alternativa al partido del Gobierno--, pero da igual: a la hora de la verdad, todos los niveles gubernamentales se unen en la misma cortina de humo institucional, anudando bien las mismas palabras edificantes y grandilocuentes, como unión, democracia y libertad. Incluso las respuestas ciudadanas, un poco a pie de calle, se manifiestan con más o menos fortuna poética, como ese absurdo «No tenemos miedo» que es lo mismo que no decir nada. Porque cosa distinta habría sido afirmar «No podrán con nosotros», o «No nos rendiremos»; pero el miedo, lo que se dice el miedo, tarda en aparecer lo que tarda en sonar un petardo minúsculo en la esquina lejana de una plaza. Estamos en el miedo, somos el corazón rasurado del miedo: porque esta amenaza era precisamente esto, el temor acechante en la normalidad, y a partir de ese miedo podemos construir una nueva respuesta, la alternativa a nuestra postración de corderos.

Sin embargo, algo de nosotros se ha quemado por dentro. Solo hay que atender medianamente a las redes sociales, ese vertedero de la sociedad, de nuestro mundo envuelto en su putrefacción de salvajismo próximo. Lo que he podido leer estos últimos días, la patraña xenófoba de miles de personas, casi siempre anónimas, ocultas en esa mierda de la impunidad en la red, es una basura con pocos precedentes. Ese sumidero del rencor que es Internet está ofreciendo nuestro rostro más oscuro. Es lícito odiar a los asesinos, porque no somos ángeles y tampoco tenemos la potestad suprema de declarar inocencias o culpabilidades, que pertenece sólo al Estado de Derecho; pero lo que no es lícito, sino una contaminación aviesa del espíritu, es lo que puede leerse estos días por aquí y por allí sobre y contra los musulmanes, sobre los extranjeros, contra los refugiados. En eso hemos cambiado, porque hemos elegido un envilecimiento colectivo que ni siquiera es útil contra los asesinos, y a nosotros nos pudre.

* Escritor