El himno de Bélgica tiene pocas posibilidades de que nos lo aprendamos y lo cantemos en campos de fútbol, calles o plazas. No solo es un himno políticamente incorrecto para nuestros complicados ojos españoles, pues, entre otras cosas, dice que su divisa inmortal --además de la Ley y la Libertad-- es el Rey (y no creo que eso a muchos les motive aquí), sino que, encima, habla de la invencible Unidad: lagarto, lagarto por estos pagos. Por otro lado, el himno belga se llama La Brabançonne (patronímico del ducado de Brabante, sitio frío, hermoso, pero soso), que suena a actriz antigua, carrozona, pasada de rosca y ligera de cascos; nada que ver con la Marsellesa y su patriotismo republicano a ultranza. Para colmo, La Brabanzona ofrece la sangre propia de los belgas en caso necesario ("A toi notre sang, ô Patrie!"), cuando la Marsellesa, por el contrario, además de su nombre mediterráneo y canalla, lo que incita es a derramar la sangre del enemigo, como está mandado ("Qu'un sang impur abreuve nos sillons": ojo, sillons no son sillones sino los surcos de la tierra). O sea, que no hay color. Pues, a pesar de eso, también los belgas están dando un ejemplo admirable de creerse esto de la seguridad de los ciudadanos, de tomarse muy en serio la defensa de las libertades y las leyes, de abrazarse sin reservas a la solidaridad con el vecino, y más, como es el caso, al ver que sus barbas ya están peladas y las propias remojadas. Si hasta han enviado una fragata para escoltar al portaviones galo, sí, no se rían. Caigamos, pues, en nuestro pecado nacional, la envidia. Envidia de himnos, de determinación, de valor. De todo.

* Profesor