Una tras otra, van cayendo las encinas, inexorablemente, como bueyes de piedra apaleados por el tiempo, el abandono, y la resignación. En el norte de Córdoba, en el Valle de los Pedroches, junto a Fuente la Lancha, de Hinojosa del Duque a Villaralto, las encinas más antiguas están muriéndose. Y esto no es nuevo; desde hace varias décadas, el deterioro del encinar profundo de los Pedroches comenzó a sufrir la inercia de una agonía lenta y programada que, en los últimos años, especialmente desde el comienzo de este nuevo siglo, fue acelerándose a pasos agigantados. Da pena contemplar cuando uno pasa en el coche, o caminando cualquier tarde, por esas carreteras comarcales escoltadas de hinojos y retamas, o por caminos antaño frecuentados, que hoy son arena y paredes derruidas, como a ambos lados de nuestro itinerario se ven hercúleos árboles encorvados, con pocas hojas en las ramas, preludiando una incipiente muerte. Ciertas voces dicen y afirman, sin dejar hueco a la duda, que las encinas empiezan su calvario cuando en algunos años, como es éste, llega un verano extremadamente seco y, luego, ya en la entrada del otoño sigue el calor aposentado en las colinas, en las vaguadas con choperas exuberantes, entre las cuales discurren cauces secos, exhaustos y doloridos sobre un campo que espera de rodillas, en agonía, la lluvia necesaria que no llega pidiendo algún milagro excepcional.

En los Pedroches se mueren las encinas y nadie, al fin y al cabo, mueve un dedo para evitar esta íntima tragedia que a muchos, quienes amamos esta honda tierra, abandonada y curtida en la pobreza, nos duele especialmente, pues sin ellas, sin sus siluetas flotando en las colinas y en las vaguadas como hercúleas damas grises, como matronas amamantando el viento, este paisaje del norte cordobés perderá su singular belleza, su más genuina seña de identidad.

Recuerdo que de niño paseaba junto a mi abuelo por estos encinares próximos al pueblo de Fuente la Lancha y, al lado de la casa familiar y otros cortijos cercanos, se adensaban decenas de ejemplares centenarios, encinas de robustos y sobrios troncos en cuyas ramas frondosas y espesísimas anidaban la tórtola y el mirlo, la abubilla, el rabilargo y el pinzón. Hoy, ya no solo han muerto las encinas que, por entonces, daban calidez a este paisaje sobrio y solitario, sino que, al mismo tiempo, con un ritmo muy similar al de su decadencia, han ido abandonando estos parajes los pájaros y las aves que alegraron, aquellos dulces años, el encinar. No sé si ha sido pura coincidencia, pero es verdad que hoy no se ven ya tórtolas que no sean turcas (éstas últimas han poblado, junto a palomas zuritas, parques y plazas, y hasta los camposantos, en las ciudades), ni tampoco se ven las oropéndolas, los verderones, o las collalbas cenicientas que, otrora, alegraban las dehesas de los Pedroches. Hoy todo está más triste, mucho más huérfano, con esas osamentas --hercúleos troncos-- de las encinas rotas, ya fallecidas, sobre el mar de un horizonte donde, al atardecer, solo se escucha el lánguido balido de la oveja y el silbo perezoso, agonizante, del enigmático y torpe alcaraván. No sé que ocurrirá, pues no soy mago, pero presiento que de aquí a un cuarto de siglo estas sobrias encinas centenarias que aún contemplo diariamente a pocos metros de mi casa de campo se habrán ido, igual que ya lo han hecho sus hermanas, cuyas siluetas danzan fantasmagóricas en la hora exacta del anochecer al contraluz del cielo arrodillado sobre los cerros de óxido y salmón. Con estas mimbres, si nadie lo remedia, la desaparición del encinar en los Pedroches es, hasta cierto punto, irreversible. Aunque no entiendo de economía agraria, y reconozco que miro el plano estético dejando a un lado el plano material, soy consciente que al morirse las encinas también se resquebraja el panorama agrícola y rural de los Pedroches, influyendo negativamente en la riqueza ganadera de la zona, pues sin el fruto de la encina, las bellotas, se resiente la cría del cerdo ibérico, incluso la crianza de la oveja; pero este, como he dicho, es otro asunto, quizá menos poético y estético, aunque también sea inherente a este paisaje amantado por la luz del encinar.

* Escritor