F rancisco Franco. Militar de carrera, culibajo y paticorto, de voz aflautada y con más mala leche que un gato enfurecido. Caudillo por una gracia de Dios. Dictador porque se lo propuso y nadie se opuso. Se guarecía de la lluvia bajo palio. Inexplicablemente murió en la cama. Eso sí, asistido por el equipo médico habitual, compuesto por más de veinte especialistas, que lo torturaron a instancias del yerno, que no quería que se acabase la dictadura.

Demetrio. Sucesor de Osio, pero sin su talento. Hombre de ocurrencias, algunas de sus ellas son tan llamativas como rechazables; pasarán a la historia: la homosexualidad es como la bomba atómica, la reproducción asistida es un aquelarre químico...

Don Bruno. Alma de fusilador y comportamiento de canalla. Y Córdoba nombró hijo maldito al profesor e historiador Antonio Jaén Morente. Tiene huevos la cosa.

Pepito el Gordo. Se divertía en los fusilamientos de postguerra y con los naipes. Lola Flores se negó a saldar su deuda de juego en la cama, porque ella, dijo, no se acostaría nunca con un sátiro. Lola, espetó con sorna el culto, ¿pero tú sabes lo que es un sátiro? La réplica de Lola tuvo miga e ingenio: sí yo sé lo que es un sátiro; un tío muy gordo y muy sinvergüenza.

El Quijote. Los españoles somos todos Quijote o Sanchos. Hay más de cuarenta millones de panzas, que califican a los pocos Quijotes de locos, por las cosas que hacen, o de tontos, porque todo lo hacen por ideales --una mujer puede ser un ideal-- y nada pensando en sí, en su bolsillo. Deberíamos invertir algo la proporción para mejorar el país.

Donald Trump. Candidato a la presidencia de USA. Si no fuera por lo rubio que es y porque su tupé solo puede ser obra de peluqueros norteamericanos, podría decirse que parece español, porque las brutalidades que dice este energúmeno sobre las mujeres y contra los musulmanes las oímos en nuestro entorno a diario.

Pedro Sánchez. San Sebastián redivivo. Asaetado desde todos lados y por todos los partidos políticos, con saña desde el suyo, cayó exánime. Quizá ha sido tenido por muerto antes de tiempo.

Sandokán. Pirata y aventurero, el Tigre de Malasia, protagonista de varias conocidas novelas de Salgari, alguna de ellas llevada al cine. En versión cordobesa, empresario --joyero y constructor-- condenado en el caso Malaya. Tiene dos dudosos honores: ser uno de los mayores deudores andaluces a la Hacienda nacional y otro, ser el mayor deudor de nuestro Ayuntamiento. Y Córdoba tiene el dudoso honor de haber dado veinticinco mil votos en las elecciones locales al partido populista que fundó.

Sandokán presume de no haber leído ningún libro en su vida, lo que se le nota.

Córdoba Club de Fútbol. Este equipo tuvo una época de estancia prolongada en primera división. Un año quedó quinto de la liga y otro, finalista de la copa. Aportó un jugador a la selección nacional --Jara-- y dos entrenadores saltaron desde aquí al puesto de seleccionador nacional, el doctor Toba y Kubala.

Hoy, con presidencia bicéfala, padre e hijo, anda enquistado en la vulgaridad del empate. Y la presidencia parece pensar más en sus dineros que en la gloria de la ciudad.

He aquí una sugerencia para bien de su bolsillo y bien de la ciudad: puesto que Córdoba es nombre y ciudad que tienen prestigio en el mundo árabe, ¿por qué no busca un jeque que compre el equipo? Si lo encuentra nuestros males no serían los actuales, sino los del Valencia o del Málaga... que ya quisiéramos para nosotros.

Caballerizas reales de Córdoba. Las creó Felipe II en 1570 para nido y albergue del caballo andaluz, el hispano árabe. Carlos III tuvo que reconstruirlas.

Los viejos cordobeses conocimos las caballerizas ocupadas por buenos caballos y también, que por las quejas de los vecinos del barrio de los malos olores, que algún forastero aprovechó muy bien, la yeguada fue trasladada a Écija.

Es verdad que en los últimos tiempos se han organizado y se organizan buenos espectáculos ecuestres en el lugar, pero quienes han ido allí convocados por un catering han visto en él preciosos coches de caballos, pero ni uno solo de estos. ¿Se ha perdido para siempre lo que Córdoba tenía desde Felipe II?

* Escritor y abogado