Estos días de verano aprovecho, como supongo que muchos de vosotros, para visitar a los amigos que durante el resto del año apenas puedo ver; para preparar en mi caso una conferencia que tengo que impartir el próximo mes de septiembre en Ávila; y entre col y col aprovecho también para ver alguna que otra película de esas que vas amontonando a la espera de que lleguen tiempos propicios de pegarte una buena sentada y disfrutar del cine, sobre todo del cine patrio. Mientras estoy en Úbeda, han coincidido estos tres placeres: ver a los amigos, escribir mi conferencia y sentarme tranquilo a disfrutar de una de las últimas cintas de Jonás Trueba titulada Los exiliados románticos, una película de algo más de una hora en la que se narra la aventura de tres amigos que cogen su vehículo y marchan a Francia para reencontrarse con tres amores del pasado y, bueno, también del presente. Las críticas hacia el film son desiguales, pero todas las que he leído coinciden en la habilidad del joven director para sacar a la luz asuntos que hoy nos importan. Más allá, por tanto, del asunto principal de la película, que gira evidentemente en torno al amor, salen a flote asuntos como, por ejemplo, el problema que hoy sacude a nuestros jóvenes graduados y que en la película es calificado como «exilio». Lo vivimos a diario. Yo, aún no como padre, pero sí como profesor, asisto a la marcha, forzada por las circunstancias, de muchos de mis antiguos alumnos a otros países en busca de un trabajo, de un horizonte de expectativas, que aquí en su propio país no puede ser satisfecho. Reconozco que para mí este concepto de «exiliado» es novedoso. Conocía al exiliado político pero no al exiliado económico que, hasta este momento, yo denominaba emigrante. No sé exactamente cómo se disfrazó en tiempos de la posguerra civil española, los expertos lo sabrán, el fenómeno por el que tantos y tantos de nuestros conciudadanos tuvieron que marcharse a otros países como Francia, Alemania, Suiza, etc., sin embargo, el contexto de pobreza en el que había quedado esta España nuestra era muy visible. Quedaba muy de manifiesto, por aquellos entonces, que salir fuera era una necesidad urgente. Hoy las circunstancias por las que esto acontece no las tengo tan claras. Cierto es que no pasamos por nuestros mejores momentos, en lo que a la economía se refiere, pero no estamos, ni por asomo, en la misma situación en la que se encontraban nuestros antepasados cercanos después de la contienda fratricida. Recuerdo a Dámaso Alonso cuando afirmaba que la hermenéutica literaria puede ser vista, según quien la mire, desde diferentes laderas. Y es muy probable que en este caso ocurra lo mismo. Desde la ladera de nuestro gobierno, esta fuga de estudiantes recién graduados se expone, explica e interpreta casi como una bendición y se argumenta por una parte diciendo que lo exige el guión de la construcción de esta nueva Europa; y, por otra, con la positiva valoración que en otros países se hace de nuestros jóvenes investigadores. Qué duda cabe de que se trata de un buen disfraz. Pero, desde otra ladera, se puede interpretar como la poca capacidad que tiene nuestro Estado de asimilar, de dar esperanza de futuro a todos esos jóvenes que no saben qué hacer con sus vidas después de terminar sus estudios.

Esto es un exilio en toda regla, lo pintemos como lo pintemos. Se puede construir Europa sin tener que mandar a nuestros jóvenes fuera de nuestras fronteras. Entre otras cosas porque, que yo sepa, a los jóvenes alemanes o franceses no les ocurre esto mismo y nadie niega que también estén construyendo, como nosotros, este nuevo espacio común europeo.

* Profesor de Filosofía

@AntonioJMialdea