Monjas las hay de muchas clases. Las hay que se dedican a la enseñanza primaria y secundaria. Las hay que son profesoras en la universidad; estudiosas de la teología, de la historia, de la filosofía. Las hay que escriben libros sabios. Las hay que cuidan enfermos. Las hay que atienden a las prostitutas que ejercen por las aceras. Las hay que viven en conventos de clausura, dedicadas a la oración y al trabajo manual. Las hay que colaboran en las parroquias, ocupándose de la liturgia, de la catequesis, y del mantenimiento de los templos. Hay monjas para todo.

Una de las cosas que me ha llamado la atención es que, viajando por latinoamérica, te encuentras a las monjas en los rincones más perdidos. Allá donde ya no llegan los autobuses, porque no hay carretera, en pequeñitas aldeas donde no habitan más que unos cuantos campesinos que viven del maíz cultivado en parcelas familiares, te encuentras una casita con dos o tres monjas que se ocupan de los niños, de la atención sanitaria, de la educación de los adultos. Que los domingos hacen su modesta liturgia dominical, con cura si llega, o sin cura si no llega.

En los barrios más pobres de cualquier ciudad de América o de Europa puede que no haya cine, que no haya hospital ni escuela, sin embargo vas a encontrar unas monjas que viven en un piso, en una casita, y que se dedican a practicar el bien entre los residentes del barrio. Así son las monjas.

Sin duda alguna, gran parte del prestigio que pueda tener la Iglesia en la sociedad, se lo debe a las monjas. Me atrevo a decir que es el colectivo creyente que con más autenticidad y más veracidad hace presente en el mundo actual las ideas que expuso Jesús de Nazaret. No encuentro otro colectivo que exprese el evangelio con su propia vida de manera más clara y más exacta que las monjas.

Tampoco voy a ignorar que haya algunas que más valiera que no lo fueran. Pero eso ocurre en las mejores familias. Me estoy refiriendo a las monjas como colectivo general. Excepciones las podemos encontrar en cualquier parte, entre las monjas, entre los curas, entre los médicos y entre los militares. Estas excepciones no invalidan el carácter general del colectivo.

Unos pensarán que la Iglesia católica es creíble, y otros que no. Yo opino que sí lo es, pero no voy a entrar en ese debate. De lo que sí estoy seguro es que, si la Iglesia católica es creíble, debe a las monjas gran parte de esa credibilidad. Pienso incluso que se la debe a las monjas más que a los curas. El colectivo de las monjas genera una credibilidad en los valores evangélicos superior al que genera el colectivo de los curas. Los sacerdotes, los obispos, ocupamos en la Iglesia católica los puestos de mayor responsabilidad, de mayor influencia, en definitiva, de mayor poder. Ello no va forzosamente asociado a que seamos además los manifestadores más auténticos del evangelio de Jesús. Estimo que en este aspecto las monjas nos llevan claramente ventaja.

Ignoro cuál es la causa, simplemente pongo de manifiesto una observación empírica. A lo mejor es precisamente porque tienen poco poder en la Iglesia católica. El propio hecho de estar fuera del escalafón que da acceso a las dignidades eclesiásticas, al ejercicio de puestos de mando y autoridad, les confiere un status mucho más cercano al status que asumió para sí mismo Jesús de Nazaret. Hacer el bien a cualquiera que esté a nuestro alcance, sin esperar retribución personal por ello. Como saben de antemano que no pueden aspirar a puestos de poder eclesiástico, tampoco tienen ambición de ocuparlos. Ello, posiblemente, las lleva a vivir el evangelio con más nitidez.

A veces se habla de que la Iglesia debería aceptar que la mujer tenga acceso al sacerdocio. Es un debate que va a durar mucho tiempo. Me da la impresión de que tienen que pasar todavía muchos años, cambiar muchas mentalidades, la sociedad tiene que transformarse mucho, para que un papa ponga su firma en un documento que autorice el sacerdocio de la mujer. Aun cuando no parece que haya ningún precepto divino que lo impida, el peso de la historia y de la tradición es muy grande. Lo que se ha practicado durante dos mil años no se desmonta en poco tiempo. Es cierto que los apóstoles que Jesús eligió eran todos varones. Pero esto es un hecho, no tiene por qué ser además una norma. Parece ser, según un texto de San Pablo (Rm 16, 7), que en esos primeros tiempos una mujer tuvo la categoría de apóstol, "ilustre entre los apóstoles". También es verdad que en tiempo de Pablo las categorías eclesiásticas no estaban definidas todavía con la precisión con que lo hace actualmente el derecho canónico.

Sea como fuere, la Iglesia católica y la humanidad entera les debe mucho a las monjas, y por ello les he querido dedicar este elogio.

* Profesor jesuita