En el momento en el que escribo estas líneas, los austríacos están votando. Son la repetición de unas elecciones presidenciales que se anularon por errores en la custodia de los votos por correo y, puesto que el resultado de las elecciones anteriores se dirimió por solo 31.000 votos, las encuestas dan un empate técnico cuyo desenlace lo tendrá quien esto lea en estas mismas páginas.

Estas presidenciales en Austria no son, en sí mismas, importantes. El presidente federal austríaco tiene unas competencias meramente representativas, aunque puede convocar elecciones legislativas, ya que el poder real radica en la Cancillería. Además, quien sea el presidente de Austria no es especialmente relevante para el conjunto de Europa, ni para el mundo, pues Austria es un muy rico país de poco más de 8 millones de habitantes (ligeramente mayor que Andalucía) sin proyección marítima. Los dos candidatos, Alexander van der Bellen y Norbert Hofer, son dos personas radicalmente diferentes. Alexander van der Bellen es un político independiente, de 70 años, profesor de economía, de fuertes convicciones ecologistas, europeísta en un sentido amplio y una visión cosmopolita de Austria, está apoyado por los Verdes, por los socialdemócratas del SPÖ y los moderados del ÖVP. Frente a él, Norbert Hofer es un joven político del viejo FPÖ de Georg Haider (extrema derecha), con fuertes anclajes nacionalistas, liberal en lo económico, revisionista frente a Europa, contrario a la inmigración (especialmente la de origen musulmán) y con una visión de una Austria clásicamente germánica.

La campaña electoral ha sido modélica en las formas y muy dura en los contenidos. En las formas, la campaña ha sido suave, como es tradición en la educada Austria, pues, desde la presencia en la calle (con charangas y caramelos) hasta el debate en televisión del jueves pasado, los dos bandos han sido respetuosos, aunque los mensajes hayan sido muy antagónicos. En el debate televisivo, incluso, los dos candidatos se trataron con una cortesía impropia de dos políticos tan en las antípodas ideológicas.

Pero lo relevante de estas elecciones no es ni su importancia real, ni las personas que encarnan las candidaturas, ni su educada campaña (con algún chanchullo por parte del FPÖ), sino las dos concepciones de la sociedad y de la política que se enfrentan en ellas. Van der Bellen representa un conjunto de valores cosmopolitas que construye la identidad a partir de reconocer que los seres humanos somos esencialmente iguales, y que lo que nos diferencia (el color de la piel, la lengua o la cultura) es contingente, que podría ser de otra forma, que «el otro» es solo «el mismo yo con otras circunstancias». Van der Bellen arma un discurso en el que la identidad se construye por agregación de culturas: las sociedades del futuro serán, para él, multiculturales, todos debemos ser cosmopolitas. Por su parte, Hofer representa la romántica y muy germánica idea de que lo que nos identifica, lo que nos hace pertenecer a una comunidad y nos une, es lo cercano, es decir, la lengua, la raza, la religión, un conjunto de mitos más o menos compartidos. Para Hofer, lo que nos da identidad, y nos hace comunidad, es lo circunstancial, lo social. Frente a van der Bellen, la posición de Hofer es extremista porque es excluyente.

En las elecciones austríacas, como ya ocurrió en las norteamericanas, y seguramente ocurrirá en las francesas, lo que late, no es, pues, sólo una cuestión de quién es el presidente, sino un enfrentamiento entre dos conceptos de ser humano y de los valores sobre los que construir nuestras sociedades. Un enfrentamiento entre el cosmopolitismo y el nacionalismo.

No sé, cuando firmo este artículo en Linz, quién ha ganado finalmente. Si ha ganado van der Bellen significa que la idea de la ciudadanía cosmopolita aún resiste. Si ha ganado Hofer es que el incendio del nacionalismo identitario acaba de prender en Europa, como ha prendido ya en Norteamérica. Y, si es así, ¡pobre Europa!

* Profesor de Política Económica.

Universidad Loyola Andalucía