Aunque la suya era una muerte anunciada para todos menos para él, optimista irredento hasta el final, dar el pasado miércoles el último adiós a Rafael González Zubieta, el Zubi --que era como le gustaba que le llamaran hasta sus hijos-- fue un duro golpe para sus amigos y compañeros. A mí, y permita el lector que personalice, porque hacerlo en este caso es casi una cuestión de honor, me causó un desgarro profundo, algo parecido a como si con él perdiera un pedazo de mi memoria. Y es que si bien desde que se marchó de Córdoba en 1989 para dirigir Canal Sur en Granada nos veíamos poco, nunca dejamos que palideciera una amistad --algo imposible con el Zubi por medio-- que se remontaba a finales de los setenta. Durante dos veranos coincidimos haciendo prácticas en este periódico, y descubrimos juntos la magia de una profesión canalla que se te mete hasta el tuétano de los huesos.

Más de tres décadas después, recuerdo como si fuera ayer mismo a aquel Zubi juvenil y juguetón, ya entonces de vozarrón cazallero, barba cuidada y gafas con cristales de culo de botella, que, pese al aire intelectual que cultivaba con esmero por fuera y por dentro --solía recordar a quien le tosía que tenía dos carreras, Historia del Arte y Periodismo--, nos hacía reír hasta que nos dolía la barriga de tanta carcajada. Su llegada revolucionó la Redacción de aquel CORDOBA un poco mustio por la inercia de los tiempos aunque con más libertad interna que la que solía atribuirse a la prensa del Movimiento. Los periodistas de la vieja guardia y hasta los más jóvenes alucinaban con aquel sujeto de risotada perenne, trato entrañable y un ingenio especialmente dotado para la sátira que pronto alcanzó eco en la calle. Porque el Zubi revolucionó el periodismo local desde el primer momento.

Ya en aquellas prácticas inventó una serie de entrevistas a las estatuas con las que veías a la gente doblada de risa ante las barras de los bares. Pero fue luego, cuando acabada la carrera el periódico le encargó la información municipal, cuando el Zubi destapó el frasco de las esencias. Firmó diariamente artículos bajo el epígrafe de El avispero --luego recopilados en libro--, y con aquellas columnas afiladísimas y desternillantes se hizo tan famoso que le pedían por la calle que diera más picotazos. Miraba con lupa lo que hacía o dejaba de hacer el primer Ayuntamiento democrático, y sobre la corporación y su alcalde, un Julio Anguita empeñado en marcar su territorio, se tiró a degüello. Le costó peleas y disgustos, pero vivió días dorados.

Luego trabajó para el gabinete de prensa de la Diputación y se dedicó a revolucionar los pueblos. Y más tarde pasó a la tele autonómica, donde ocupó cargos importante en la sede sevillana. Pero aquí se le recordará como el periodista valiente y lenguaraz que cambió el ritmo del periodismo cordobés. Y a los que lo tuvimos cerca nos acompañará de por vida su cálido recuerdo.